El veneno mortal del nacionalismo

ABC 04/04/17
RAMÓN PÉREZ-MAURA

· No hacía falta ser Metternich ni Sun Tzu para imaginar el escenario creado en Gibraltar

VIVÍ en el colegio, en Inglaterra, la guerra de las Malvinas. Fue una situación muy aleccionadora para mí. Mientras en la Prensa española abundaban los arrebatos antibritánicos, en el Reino Unido Thatcher obligó a sus generales a ofrecerle un plan de recuperación militar de las islas. Recuerdo cómo mis compañeros seguían las batallas en la Prensa con mucha más pasión de la que hoy ponen los niños en sus máquinitas infernales, nos estoy viendo rezar por las víctimas del hundimiento del Sheffield y me sigue deslumbrando la imagen de la Unión Jack ondeando en el patio del colegio a las 7,00 de la mañana del lunes 14 de junio de 1982, día de la victoria. Aquella batalla me enseñó muchas lecciones. Parece que a lord Howard de Lympne, que entró en el Parlamento en la ola de la victoria en las Malvinas y llegó al gabinete de Thatcher, le enseñó bastante menos. Pretender equiparar la Junta Militar argentina, dictadura surgida de un golpe de Estado y violadora infinita de los derechos humanos, con el Gobierno de un país como España, socio plurisecular, inversor de referencia en la economía británica y residencia de centenares de miles de ciudadanos británicos, no se le ocurre a uno ni a la salida del pub después de una larga velada.

Pero el veneno mortal del nacionalismo ha prendido mecha en una mayoría de la sociedad británica y no apunta nada bueno. Lord Tebbit, uno de los grandes teóricos liberales del Thatcherismo que era ministro de Empleo en los días de las Malvinas, declara ahora que la primera ministra May debe emplear la carta de la independencia de Cataluña contra España como respuesta a Gibraltar. Hasta ahí se ha deteriorado la visión de estado de algunos políticos conservadores británicos.

Gibraltar encarna hoy para el 10 de Downing Street un problema de una magnitud que el atrabiliario Boris Johnson nunca pudo imaginar. Y eso a pesar de que hasta el más simple es capaz de predecir que cuando abandonas una alianza política en la que queda un país con el que tienes una disputa de largo recorrido, lo normal es que esa alianza cierre filas en torno a los suyos y frente a los desertores. No hace falta ser el Príncipe de Metternich ni Sun Tzu, autor de «El arte de la guerra», para imaginar ese escenario. Creer que la solución de los errores cometidos pasa por buscar un mayor enfrentamiento en lugar de intentar calmar la tormenta generada es propio de un partido radical, desconocedor de la forma de gobernar una asentada democracia occidental. Este Reino Unido es irreconocible ante el espejo de su propia historia. Quienes somos anglófilos declarados y de larga data miramos angustiados la deriva de un país cuyos gobernantes, como buenos nacionalistas, creen que la culpa de todo la tienen siempre los otros. Jamás, nunca, en ningún caso y bajo ninguna circuntancia la puede tener uno mismo. Ni un poquito.Vade retro satana.