IGNACIO CAMACHO-ABC 

 Una eventual victoria de Cs en Cataluña volvería por primera vez el voto útil en contra del bipartidismo dinástico

UN chute de autoestima. Eso es a lo máximo que puede aspirar el partido Ciudadanos si logra, como aventuran bastantes sondeos, ganar las elecciones de Cataluña. Un subidón de justificado orgullo que durará unos días, los que tarden los soberanistas y/o Podemos en birlarle la victoria con cabildeos pasilleros y acuerdos de mesa camilla. Porque eso es lo que va a pasar, para qué engañarse, salvo improbable, casi milagrosa, mayoría absoluta conjunta de los constitucionalistas: que el gobierno catalán seguirá en manos de quienes, de un modo o de otro, piensan persistir en la matraca de la autodeterminación, el diferencialismo y otras mitologías. 

Si no alcanzan para gobernar juntos o con las CUPs como en los últimos dos años, los independentistas buscarán el socio estratégico imprescindible en los Comunes de Domènech y Ada Colau. Ése fue el diseño acordado en la mesa de Can Roures el pasado verano, con la variante admisible pero difícil de una incorporación del PSC de Iceta en un tripartito reformulado. El nacionalismo jamás se ha bajado del coche oficial desde que se restauró la autonomía –Maragall y Montilla gobernaron con Esquerra– y no contempla un cambio de estatus. Si le falta masa crítica, la franquicia de Podemos le echará una mano porque les une la voluntad compartida de rechazo al régimen del 78 (Iglesias) y al sindicato del 155 (Puigdemont): es decir, a las bases jurídicas y políticas del Estado. Les puede separar, y sólo en parte, la idea de la independencia pero en el peor de los casos la aparcarán para converger bajo el mantra programático de un referéndum pactado. La figura presidencial se perfila por ahora como el aspecto más confuso, indeterminado y negociable de ese pacto. 

Un eventual triunfo de Cs como partido más votado supondría de todos modos un vuelco emocional, un salto cualitativo esencial al margen de la eficacia práctica del resultado. Haría visible una rebelión cívica contra el pensamiento dominante y ni siquiera el dogmatismo nacionalpopulista podría ignorar ese impacto. Aunque sólo se tratase de una victoria moral, dotaría al constitucionalismo de un músculo político lo bastante fuerte para no volver a resultar laminado. Y los catalanes «invisibles», las víctimas del procés, saldrían a la luz en clamorosa reivindicación de un cambio. Cada vez que el futuro presidente de la Generalitat mirase en el Parlamento a Inés Arrimadas vería a la vencedora de las elecciones con la dignidad y el honor intactos. 

Esa posibilidad les da al PP y a los socialistas casi tanto miedo como a los separatistas, porque tendría consecuencias a escala nacional y otorgaría a Rivera el rédito principal del 155, el de un voto útil que por primera vez en la democracia puede volverse en contra del tradicional bipartidismo. Pero estas elecciones ya no son para el constitucionalismo español una batalla de siglas sino de principios.