El voto feo

ABC 17/06/16
IGNACIO CAMACHO

· A Rivera le penalizó en diciembre su ambigüedad sobre los pactos y tiene dificultades para salir sin líos de ese bucle

A muchos electores del PP y del PSOE no les gustan sus respectivos candidatos; los votan a nariz tapada, por fidelidad a las siglas y por esa mixtura de circunstancias vitales e identidad ideológica que los sociólogos llaman «voto biográfico». Es un hecho normal de la política, que en España tiene relación con la aún fuerte implantación memorial del bipartidismo. En torno a Ciudadanos, sin embargo, ocurre un fenómeno bastante más complejo que se relaciona con las particulares condiciones de la creación del partido, formado por aluvión en un proceso precipitado de mestizaje político. Dicho fenómeno consiste en que sus líderes dan a menudo la impresión de que no les gustan sus votantes. Que les chirría que su electorado sea más de derechas que ellos como esos diseñadores de moda a los que a veces parece disgustar que su ropa la compren los feos.

Los dirigentes de C’s, entre los que abunda la vocación socialdemócrata –la verdadera, no la impostada de Pablo Iglesias–, se mueven en la contradicción resignada de contar con una masa electoral procedente en su mayoría del PP. La opinión pública percibe al partido naranja como una derecha bonita, modernizada y limpia de corrupción, mientras su cúpula se rebela contra esa etiqueta neoconservadora, o neoliberal, y se encuentra mucho más cómoda en la proximidad del PSOE. Sin embargo, ni el «pacto del Abrazo» ni el manifiesto guante blanco entre Sánchez y Rivera en el debate a cuatro han conseguido evaporar el extendido automatismo mental de un acuerdo natural del centro-derecha. Y el problema para Rivera está en que si esa asentada idea se llegase a disipar su facturación se resentiría de modo notable. Que es exactamente lo que pretende, hasta ahora con poco éxito, el marianismo.

Al líder de Ciudadanos le penalizó en diciembre su ambigüedad sobre las alianzas poselectorales y tiene dificultades para salir de ese bucle sin mermar sus expectativas. Se está volviendo a hacer un lío. Una noche –la del lunes– niega que vaya a poner vetos y otra mañana –la de ayer– estigmatiza cualquier acuerdo con Rajoy, cuya cabeza exige como condición sine qua non. Para obtenerla necesitaría como mínimo incrementar sus escaños y que el presidente los menguara. O que los socialistas, tras su previsible descalabro, la exigiesen también como requisito de una gran coalición más o menos descafeinada. En cambio un avance del PP pondría a Rivera en situación complicada; ordenarle la casa a quien te triplica en diputados parece un capricho de infantilismo político.

De su sensibilidad y pragmatismo para interpretar el sentido de sus propios votos depende no sólo la campaña de Rivera, sino el futuro mismo de su partido. Porque aunque sus electores no sean en absoluto entusiastas marianistas –¡¡ni los del PP!!– tampoco le iban a perdonar que la izquierda accediese al poder por culpa de un empeño tan fulanista como antojadizo.