VÍCTOR PÉREZ-DÍAZ-EL MUNDO

El autor dice que son éstos tiempos de turbación y que las élites, de las que se supone que impulsan los cambios, dudan, no entienden ni la mitad de lo que ocurre por ejemplo con la economía, y la sociedad lo va intuyendo.

LOS ANTIGUOS decían que en tiempos de turbación conviene no hacer mudanza. Pero, para muchos modernos hoy, parece que lo mejor es llevar las cosas al extremo, forzarlas, para que el cambio sea realmente disruptivo y los humanos tengan que adaptarse a él, obedientes que ignoran su obediencia, y se creen rebeldes, y que se reinventan. Por ejemplo, en la vida política, se trata de que Cataluña se independice; que Europa se integre de una vez, pronto y claro; que se lleve al límite la gran guerra cultural entre los globalistas y los nacionalistas, con un triunfo definitivo de unos sobre otros.

Pero, al llegar a este punto, he aquí que las élites, de las que se supone que impulsan esos cambios, incluso sus entornos y las sociedades que parece que les hacen eco, dudan. No están seguras de sí mismas. Intuyen que, aunque pretenden lo contrario, no entienden ni la mitad de lo que ocurre con la economía. Ni la mutación ni la permanencia de las identidades colectivas, para empezar, de los partidos, los lobbies, los movimientos sociales. Hablan, pero se repiten, se escuchan, pero se confunden, y se olvidan. Pero, con todo, lo más interesante de todo ello es que, de alguna forma y en algún grado, las élites lo sospechan, o lo saben, y la sociedad lo va intuyendo.

Ésta es una noticia excelente y que debe llenarnos de optimismo a la hora de afrontar las crisis del momento. Permite relativizar un poco (no mucho) el escenario peor que siempre debemos tener en cuenta, por si acaso; y que es el de una suerte de repetición del de finales del siglo XIX y comienzos del XX. Recordemos. Aquél fue testigo de grandes progresos, ciencia, mundialización de la economía y las comunicaciones, debates culturales complejos y excitantes, avances combinados de nacionalismos e internacionalismos… Que desembocaron en dos guerras mundiales y dos totalitarismos responsables de matanzas espantosas. Cuestión de varios centenares de millones de muertos.

Pero he aquí que, al mismo tiempo, este momento nos ofrece un estímulo y una oportunidad para detenernos y pensar las cosas un poco mejor y considerar otros varios escenarios. En el fondo, variaciones de un escenario que incorporaría la conciencia de los límites de los humanos, las élites para empezar, a la hora de controlar nuestro famoso destino.

Escenarios realistas y al mismo tiempo optimistas, porque nos acercarían a una buena sociedad o, al menos, no alejándonos todavía más de ella, nos darían tiempo para reflexionar, aprender y rectificar. Por ejemplo, los catalanes independentistas podrían aprovecharlo para darse cuenta de que aspirar a una comunidad política dividida en dos mitades enfrentadas es aspirar a instalarse en un estado continuo de esquizofrenia, poco aconsejable. Y algo parecido se aplicaría a los españoles que quieren mantener el statu quo prescindiendo de los sentimientos de la mitad de los catalanes, imaginando tal vez que lo razonable es marginar los sentimientos, cuando en realidad la ignorancia de los sentimientos (de los demás y los propios) es de locos.

Es muy posible que unas élites escasas de imaginación y sobradas de soberbia se empeñen en la dialéctica de amigos y enemigos, y que el explorar las vías de la amistad cívica les suene a música celestial. Porque, siendo en el fondo unos providencialistas seculares a la segunda derivada, confíen no tanto en sus estrategias cuanto en sus rezos, y en que la tendencia natural de las cosas, Europa, la modernidad, la marcha de la Historia o la ruta de la seda o las contradicciones del capitalismo, llevarán la nave a puerto.

Con todo, y puestos a complicar un poco las cosas, este escenario de borrosidad y de voluntarismo, que de por sí impulsa al bloqueo y al caos, puede ser interesante. Permite un sinnúmero de tacticismos oportunistas que podrían desarrollar la capacidad de escucha y el espíritu de compromiso en todo tipo de agentes, oligarcas y demagogos incluidos. Tanto más cuanto que la situación podría prolongarse; habida cuenta que en los últimos 40 años hemos tenido una fase de veintitantos años de aparente normalidad y ajustes parciales y un poco engañosos, seguida de otra de unos 15 años de delirios, mutismos y ataques de ansiedad, pero también de alguna clarificación de las posturas, cabría esperar una pausa, quizá de unos 20 años, para una eventual conversación.

Lo cual podría permitir ampliar la vista a la escena europea. El problema, una vez más, es que tampoco nadie sabe muy bien qué hacer con una construcción que, al cabo de siete décadas, sigue siendo extraña a la experiencia de la mayor parte de los ciudadanos europeos. Sin experiencia de demos. Empeñadas las élites en repetir el mantra del «proyecto europeo». Como si evocaran una presencia invisible que no logran incorporar a la experiencia vivida de la gente. Para empezar, porque ellos mismos se niegan a vivir esa misma experiencia. Su energía está desproporcionadamente centrada en el trato y manejo de sus bases nacionales, de lo cual dependen sus carreras y sus triunfos. Los problemas europeos son cuestión de contexto y de complemento. Por debajo de las truculencias del debate público entre europeístas y nacionalistas es obvio que hay un murmullo de entendimientos pragmáticos a la hora de manejar el más y el menos, y el cómo, de la inmigración, la coexistencia barroca entre identidades mundiales, europeas, nacionales y locales, y el hilvanar un discurso del crecimiento y el sistema de bienestar.

Para favorecer el proceso que de verdad aboque a una Europa integrada –lo cual implica, por cierto, reconciliada con sus recuerdos– hace falta la emergencia de una sociedad de ciudadanos europeos, que no puede ser liderada por élites políticas prisioneras de un imaginario de amigos y enemigos; ni por élites económicas obsesionadas con el lucro a corto plazo. Hace falta una tarea de alguna manera gigantesca de educación y de experiencias de vida.

Entonces, ¿cuál es, dónde está la oportunidad del momento? La oportunidad, inmensa, está en el potencial de puesta en cuestión de las elites; lo que, por cierto, es compatible con la posibilidad de su conversión, o reconversión. (Son, digamos, redimibles.) Y está en el potencial de desarrollo de los ciudadanos; que, por lo pronto, suelen disponer de reservas notables de sentido común y sentido moral, es decir, sentido de los límites.

Este sentido de los límites suele ser la ventaja comparativa clave de la sociedad frente a las élites prometeicas, eternas conquistadoras de futuros inasibles. España, por ejemplo, soñó con una conquista del mundo; y su acidia posterior fue el resultado de la profundidad de su desengaño. Los franceses, los ingleses, los alemanes y tantos otros, europeos o no, nos han ofrecido, nos ofrecen, nos siguen ofreciendo variaciones sobre el tema.

Víctor Pérez Díaz es presidente de Analistas Socio-Políticos y autor, junto con Juan Carlos Rodríguez y Josu Mezo, de Construcción europea, identidades y medios de comunicación (de próxima publicación por Funcas).