IGNACIO CAMACHO-ABC

En esos países que Torra invoca sería un escándalo la idea de elegir presidente de un territorio a un xenófobo redomado

TAL vez tenga razón el presidente Torra: en ningún país de Europa los líderes de la revuelta de octubre estarían (aún) en prisión preventiva. Ya habrían sido juzgados y condenados en la mayoría de las naciones donde la justicia funciona con mayor rapidez y quizá incluso con menor escrúpulo garantista. En todas ellas, el levantamiento contra la integridad territorial del Estado y contra su suprema norma jurídica constituye un delito flagrante sin ambigüedad paliativa. Y sus autores carecerían de margen para el agravio, el victimismo o la casuística; si algo está claro en la UE es la certeza social y política de la amenaza global que representa el virus nacionalista.

Lo que tampoco sucedería en ningún país, no ya de Europa sino del mundo, organizado con un régimen liberal o autoritario, es que un gobernante se atreviese siquiera a nombrar colaboradores a dirigentes prófugos o encarcelados. Ni se le pasaría por la cabeza ni se lo permitirían sus conciudadanos. Y si se le ocurriese, los tribunales intervendrían de inmediato para preservar la simple normalidad institucional de cualquier arrebato iluminado. Por respeto a las leyes, al principio de autoridad, a la independencia de poderes, al sentido mismo del orden democrático. Una decisión de esa clase constituye un delirio, un dislate errático, un despropósito provocador capaz de sonrojar a cualquier representante público del universo civilizado. En realidad, y por empezar por el principio, en todos esos países que Torra invoca sería un escándalo la idea misma de elegir como presidente de un territorio a un xenófobo redomado.

En cualquier país del mundo el currículum moral de Torra, su pensamiento (?) racista, sus textos impregnados de un supremacismo grosero, incivil y bárbaro, lo inhabilitarían ante la opinión pública para el cargo. Si lo que tiene escrito sobre los españoles lo hubiera dicho de los judíos o de los africanos, estaría procesado por delito de odio y sufriría unánime repudio como un desaprensivo filonazi, un truculento agitador de perversos sentimientos primarios. Tiene suerte, en el fondo, de que España es una democracia inerme, por su mentalidad permisiva, ante sus enemigos declarados. Una nación donde los golpistas que pretenden romper su proyecto de convivencia gozan del estatus de próceres, mandan sobre cuerpos armados, llevan escolta oficial y conceden amplias entrevistas en los telediarios.

Quizá, con todo, sea conveniente y saludable que el Honorable –que triste malversación semántica– Torra haya ido a visitar con mucha solemnidad a sus compañeros presos. Porque parece inevitable que al verlos y charlar con ellos se haya imaginado a sí mismo reflejado en un imaginario espejo. Ése es el horizonte que le espera si persiste en su intención de continuar el «proceso». En cualquier país de esos que aduce como ejemplo tendría ya bastantes papeletas para acabar dentro.