Francesc de Carreras-El País

La Constitución necesita cambios, que deben aplicarse de forma paulatina: sistema electoral, integración europea, sucesión de la Corona y derechos sociales. Pero el más urgente, por el que habría que empezar, es el de la organización territorial

¿Es tiempo de reformas constitucionales? Lo es, sin duda, pero las circunstancias no acompañan. En efecto, la actual composición política del Congreso de los Diputados no facilita, más bien impide, los amplios acuerdos que estas reformas requieren. Probablemente tres partidos puedan entenderse para alcanzar este tipo de reformas: el PP, el PSOE y Ciudadanos. Pero otros difícilmente las secundarán, bien porque son partidarios de separarse de España, bien porque cuestionan los actuales fundamentos de nuestra democracia y pretenden iniciar un proceso constituyente sobre bases distintas a las actuales para acabar con lo que denominan “régimen del 78”. Ambos sectores —nacionalistas y populistas— coinciden, como mínimo, en un aspecto: no hay que reformar la actual Constitución, hay que destruirla. Por tanto, dado el peso que estos dos sectores tienen en la Cámara, no es fácil, quizás es más difícil que nunca, aprobar ahora reformas constitucionales.

 Pero quizás, precisamente por estas dificultades, es un buen momento para hablar de ellas con tranquilidad y sin apresuramiento, ir elaborando acuerdos sustanciales para sentar las bases que configuren un amplio consenso. Esa es quizás la intención del documento Ideas para una reforma de la Constitución, que se hizo público hace unos días, elaborado por 10 catedráticos del ámbito del derecho público, entre ellos quien firma este artículo.

Los autores del trabajo consideran que es preciso modificar diversos aspectos —sistema electoral, integración europea, sucesión de la Corona, derechos sociales, entre otros—, pero que, para no cometer el reciente error de Renzi en Italia, debe procederse por partes, empezando por lo más urgente: una reforma de la organización territorial. Este modo de proceder no significa que este sea el aspecto que peor ha funcionado en el sistema político español, sino, simplemente, que es una materia inacabada, ya que, tras su impulso inicial, muy acelerado durante los primeros 20 años, el proceso ha sufrido un parón y el modelo no se ha culminado como debía.

 Hay que clarificar el reparto de competencias para evitar la conflictividad actual En efecto, es a partir de este último año cuando se empezó a perder inútilmente el tiempo al acometer inútiles reformas estatutarias, primero el denominado Plan Ibarretxe y, seguidamente, el Estatuto de Cataluña de 2006, que pronto acabó transformándose en la petición de independencia. Dos caminos errados que han impedido efectuar las reformas que el sistema necesitaba.

¿Cuáles eran estas reformas? Veamos. En el año 2001, en el que se terminan los últimos traspasos de competencias en educación y sanidad, el tradicional Estado centralista se había transformado profundamente. En este año, dejando de lado los llamados hechos diferenciales (lengua, insularidad, derechos históricos, derecho civil), las competencias de las comunidades se habían igualado. Con ello podía darse por acabado el proceso de descentralización política: los poderes públicos se habían repartido ya entre el Estado central y las comunidades autónomas. Quedaba pendiente la otra vertiente de todo Estado federal: la integración de las comunidades autónomas en el conjunto del Estado. En lugar de afrontar ese paso, los nuevos estatutos se empeñaron, vanamente, en seguir el camino de una mayor descentralización, olvidando la integración. A fines de 2017 aún seguimos igual. Se han perdido 16 años y, lo que es peor, todo se ha enmarañado mucho: desde la dificultad de interpretar correctamente el reparto de competencias hasta la manifiesta deslealtad al sistema constitucional por parte de la Generalitat de Cataluña. En esta crisis institucional, los autores del documento que comentamos creen que debe procederse a una triple reforma.

En primer lugar, clarificar el reparto de competencias para evitar la conflictividad actual. Para ello se propone cambiar el método mediante el cual se asignan. En la Constitución, las competencias del Estado están fijadas en el artículo 149.1 y las que corresponden a las comunidades autónomas deben establecerse, según el artículo 149.3, en los respectivos estatutos. Ello da lugar a numerosos conflictos interpretativos, que suelen acabar en el Tribunal Constitucional y que convierten a este, en determinadas circunstancias, más en un tribunal de arbitraje político que, propiamente, en jurisdicción, su auténtica naturaleza.

La reforma debería consistir en establecer en el texto constitucional el listado de las competencias estatales —el mismo de ahora, pero revisado a la luz de la experiencia— y asignar a las comunidades todas las restantes, estableciendo así una clara igualdad entre ellas. Así, los estatutos de las comunidades regularían solo cuestiones internas de las mismas, serían una norma institucional básica, con lo cual no sería necesario que dichos estatutos fueran aprobados por las Cortes Generales, bastaría con la aprobación de sus respectivos parlamentos, y solo deberían estar controladas jurisdiccionalmente por razones de constitucionalidad.

El Senado pide una renovación sustancial para reducir los conflictos jurisdiccionales En segundo lugar, debería procederse a la integración de las comunidades en el Estado mediante una reforma sustancial del Senado que lo convirtiera en un instrumento útil para mejorar el funcionamiento del sistema autonómico. Entre las varias posibilidades, los autores del documento parecen inclinarse por el modelo alemán de Bundesrat, es decir, una Cámara compuesta por delegados de los Gobiernos de los Länder, en nuestro caso de las comunidades, a la que se atribuyen funciones legislativas en materias que les afecten y funciones de colaboración y cooperación entre los distintos entes públicos.

Esta reforma del Senado permitiría reducir los conflictos jurisdiccionales porque antes se habrían pactado políticamente en dicha Cámara. Además, también desarrollarían otras funciones de integración como es la elección de altos cargos de organismos estatales independientes —TC y CGPJ, entre muchos otros— y fijar la posición de las comunidades en las políticas que debe defender España en las instituciones de la Unión Europea y en las cuales sean competentes las comunidades. Por otro lado, la lealtad y deslealtad de las distintas instituciones se podrían comprobar en tanto los compromisos adquiridos en el Senado serían públicos.

 

En tercer lugar, y en esto el documento no aporta soluciones, deberían incluirse en el texto constitucional una mayor cantidad de reglas generales en materia de financiación autonómica que limitaran la acción del legislador dentro de los actuales principios y de acuerdo con los valores de igualdad y solidaridad.

¿Son imprescindibles estas reformas? En todo caso, parecen necesarias. La Constitución aún puede dar mucho de sí y las reformas pueden llevarse a cabo también mediante leyes y prácticas institucionales. Pero estamos, sin duda, en tiempo de reformas, constitucionales o legales, eso deben decidirlo los representantes políticos. Los juristas que firman el documento solo han pretendido aportar algunas ideas para el debate.

Francesc de Carreras es profesor de Derecho Constitucional.