IGNACIO CAMACHO – ABC

· El Rey tenía que demostrar el anclaje de Cataluña en España y en su Estado. No podía aceptar un veto de facto.

Al Rey de España lo abuchean desde hace años en cada final de Copa que disputan equipos catalanes y/o vascos sin que, a pesar de que ni la Federación de fútbol ni las autoridades gubernativas han tomado jamás medida alguna, haya dejado de acudir a los estadios. Si esto sucede en lo que al fin y al cabo es sólo un espectáculo, no iba a encogerse en la manifestación de repudio a un atentado. Un Rey ha de estar siempre donde debe, sea bienvenido o recibido con muestras de rechazo que por otra parte sólo califican a quienes las profieren, gente convertida en chusma que se retrata en su fanatismo zafio. Un jefe de Estado no puede intimidarse por unos silbidos para los que por otra parte lleva tiempo entrenado.

La decisión de asistir a la marcha de Barcelona –que como era de temer resultó penosa en su enfoque moralmente cobarde y políticamente sesgado– es un salto cualitativo, por falta de antecedentes, que Felipe VI ha dado con plena conciencia de que iba a generar polémica y de que se exponía a un recibimiento poco grato. Pero de no haber acudido también lo hubiesen criticado. Así las cosas, el Monarca se ha dejado llevar por un instinto que tiene bien asimilado; no sólo se trataba de estar con el pueblo, ese borboneo familiar que mezcla populismo y tacto, sino de dejar claro el anclaje de Cataluña en España y en su Estado. La Corona sólo se puede expresar con un lenguaje simbólico y éste era un gesto necesario de afirmación institucional frente a –y en medio de– quienes se esfuerzan en desanudar lazos.

La asistencia tenía un coste evidente y el riesgo de hacer un papelón en la posición secundaria que el malintencionado protocolo de los organizadores le había preparado. Pero era peor plegarse a la presión soberanista y quedarse en palacio, aceptar que las autoridades catalanas decretasen su veto de facto. Porque la verdadera oposición a la presencia real no estaba en la tropilla de radicales adiestrada para el caso sino en la displicencia oficial con que fue recibido y la desgana con que fue invitado. De los Puigdemont, Colau y compañía no salió ni antes ni después de los pitos una sola señal de amparo. Sin mostrarle hostilidad, mantuvieron la cortesía justa, lo más gélida posible, para no hacer un desplante diáfano. Lo trataron como si no hubieran podido impedir que se colase un pesado.

El Rey hizo pues, lo que le correspondía: acompañar a sus conciudadanos en un momento de hondo carácter dramático y ocupar el espacio que España nunca debe abandonar en el Principado. El único reparo que cabe oponer a su determinación es de orden práctico: por más que la situación en Cataluña sea de una excepcionalidad crítica, ha sentado un precedente que ya no podrá ignorar sin agravio. Y de algún modo se obliga a sí mismo a personarse en cualquier otro sitio en circunstancias similares; lo que por desgracia ocurrirá tarde o temprano.