Epístolas

JON JUARISTI – ABC – 20/03/16

Jon Juaristi
Jon Juaristi

· Aunque asalten capillas sus stripers, florecen en la izquierda las barbas apostólicas.

El poeta Thomas Ernest Hulme (1883-1917), muerto en las trincheras de Flandes durante la Gran Guerra y que fue uno de los primeros maestros de la generación modernista de lengua inglesa, la de Pound y Eliot, definía el romanticismo como «religión desparramada». Se refería, por supuesto, al romanticismo literario, declamatorio y rimbombante, pero también al político, del que surgieron criaturas tan diversas como el anarquismo, el marxismo, el nacionalismo y el tradicionalismo, enfrentadas entre sí pero coincidentes en su odio al liberalismo.

Y es que, en efecto, el liberalismo venía de gente poco dada a las baboserías románticas y no demasiado religiosa. Aquello de que el romanticismo no era más que el liberalismo en literatura, que dijo Victor Hugo, no se cumplía siquiera en Francia. Hugo mismo, en su juventud romántica, fue más bien monárquico y legitimista, acaso por reacción contra su padre, general napoleónico. Y es que en la Francia alucinada de Luis Felipe de Orleans lo romántico implicaba lo borbónico, sin excepciones significativas. En el romanticismo exaltado de Inglaterra y España hubo algunos comunistas silvestres como Byron y Espronceda, pero no liberales.

Los liberales del exilio fernandino se hicieron más que moderados a su vuelta, y de clásicos pasaron a románticos. Lo atestiguan los casos de Rivas o de Martínez de la Rosa. Por su parte, Marx fue, según el marbete de E. H. Carr, un «exiliado romántico». Los liberales eran gente de otra pasta, como Adam Smith o Tocqueville. En Marx, el toque mesiánico, o por lo menos fiorita, que diría el P. Lubac, canta que alucinas. A ver quién encuentra algo por el estilo en los liberales mencionados.

Que hay cristianos y judíos liberales parece innegable. Incluso puede que existan musulmanes del mismo sesgo, aunque no conozco a ninguno. En todo caso, caracteriza al liberalismo no mezclar la religión con la política. El liberalismo no habla de parusías ni de mañanas radiantes. Como secular en su mismo origen, es trágico. Constitutivamente trágico, diría Isaiah Berlin, porque surge de una elección y de una correlativa renuncia. Elección de un valor –la libertad– y renuncia a otros valores u objetivos no compatibles, como la nivelación igualitaria. Optar por esta supondría sacrificar aquella.

Toda ideología religiosa de raíz romántica parte, por el contrario, de una concepción de la libertad como reconocimiento de la necesidad de otro valor. Por lo general, de la necesidad de un proceso revolucionario para establecer la igualdad y la justicia distributiva. Se trata, como es obvio, de una traslación a la política de la sumisión religiosa, lo que se disimula apelando a una versión, asimismo desacralizada, del amor como fusión libidinal de masas bajo la batuta sádica de un Amo implacable y besucón.

Un Amo de lo más amo, furibundo y tonante, pero también sobón y delicuescente, que se presenta como dueño absoluto de la barraca y, al tiempo, como coleguilla (Secretario General pero ante todo compañero), y que concluye sus epístolas a los celtíberos no «con un saludo, sino con un os quiero». No con un estallido, sino con un suspiro de España. Lo que podrá confundir a los innumerables masoquistas que se apuntan a cualquier peña que les prometa goce orgiástico en forma de flagelación y éxtasis, pero no a la inmensa mayoría de un pueblo cínico y toreado, cuya memoria tribal guarda todavía fragmentos de sabiduría milenaria en coplas tan estupendas como aquella que oyó en su día Jardiel de una lavandera de Burgo de Osma: «Si tu marido te pega,/ no te debes engañar:/ te pega, porque te quiere./ Porque te quiere pegar».

JON JUARISTI – ABC – 20/03/16