¿Es posible la independencia de Cataluña?

LIBERTAD DIGITAL 14/09/16
JOSÉ GARCÍA DOMÍNGUEZ

Es sabido que el destino histórico de aquel Estado que en su día respondiera por República Federativa de Yugoslavia se decidió no en los cuarteles de Belgrado ni tampoco en las calles y plazas de Zagreb, sino en algún pulcro despacho oficial de Berlín. Sin el plácet de Alemania, también es sabido, Croacia nunca habría osado dar el último paso, el que condujo a la guerra civil y, a la postre, a la voladura controlada del país. Es una regla no escrita: en la región oriental de Europa nada se mueve sin el consentimiento expreso de Rusia. En la occidental, Alemania y, de modo accesorio, Francia asumen, aunque siempre de modo mucho más discreto, ese mismo papel de gendarmes locales. Los Balcanes caían justo en las lindes de esas dos jurisdicciones. Y lo que sirvió para Yugoslavia igual servirá para España. La única posibilidad real de que Cataluña consume la independencia pasa por que la causa de los secesionistas logre la neutralidad, como mínimo la neutralidad, de alguno de los grandes decisores que dominan el tablero europeo.

Un avatar que sólo se podría materializar si el Estado cometiera la torpeza de recurrir al uso desmesurado de la fuerza en respuesta a las inminentes provocaciones de la Generalitat, esos renovados gestos de insubordinación frente al orden legal que no tardarán en producirse. Con una cierta ingenuidad pueril, los de la CUP acaban de reconocer que ese, el de una espiral de violencia institucional inducida que internacionalice el choque con Madrit, es el escenario óptimo que, en la medida de sus posibilidades, tratarán de forzar a partir de ahora. Por lo demás, algo en extremo improbable dado el carácter pequeñoburgués y refractario a la épica sacrificial que caracteriza al grueso del movimiento catalanista. Así, descartadas las estampas más o menos belicosas de confrontación física abierta, tan contrarias a la idiosincrasia local, su ansiada internacionalización del conflicto solo podría pasar por la celebración de un referéndum unilateral de independencia que contase, asunto trascendental, con la participación de los discrepantes con el proyecto de ruptura con España.

La paradoja es que necesitan que los refractarios a la secesión legitimen de puertas afuera la quiebra del orden constitucional a través de su concurso en ese plebiscito. Ellos entienden, y no se equivocan, que Europa únicamente podría llegar a mostrarse complaciente en alguna medida con la fractura de la soberanía española si, y solo si, en el seno de la sociedad catalana el acuerdo al respecto alcanzase una mayoría muy reforzada, del orden del ochenta por cierto de la población. Ahora mismo, sin embargo, los separatistas representan una mayoría muy escasa del censo, poco, muy poco más de la mitad. Y con eso se pueden organizar impresionantes manifestaciones, sí, pero no se rompe un Estado. Para partir la columna vertebral de un país hay que tener detrás al ochenta o al noventa por ciento de la gente. Algo que a día de hoy distan de poseer. He ahí la razón de que se antoje tan importante que los comunes de Colau -Podemos no existe en Cataluña- se prestasen a participar en un referéndum, huelga decir que ilegal. A efectos políticos, el 9-N no supuso nada más que una pachanguita folclórica e intrascendente. Nadie, empezando por ellos mismos, se tomó en serio aquella performance por la sencilla razón de que la tercera Cataluña, esa que ni se entusiasma con los españolistas ni con los separatistas, no se prestó a participar en el juego. Y esa tercera Cataluña, nos guste o no, es la que al final acabará decidiendo el ganador de la partida. ¿Y qué harán llegado el caso? Sospecho que ni la propia Colau lo sabe a estas horas.