JAVIER REDONDO-EL MUNDO

En su memorial de agravios, la fábula independentista incorporará con sobreactuada indignación y «desobediencia simbólica» la inminente sentencia del Tribunal Supremo. Su recorrido incluye que a cada lamento y derrota se le da uso de victoria. No es una disonancia ni un autoengaño del supremacismo. La derrota es la herramienta con la que recoge el privilegio siguiente o escarba en los cimientos del Estado de Derecho. El agravio es la almendra de la narrativa separatista. La relación del nacionalismo con la derrota no es disfuncional: la derrota le refuerza.

Torra sermonea con bravura contenida porque el victimismo da sus frutos. Los da porque hay un palco de complacientes; ellos son público cautivo y servidumbre voluntaria de la representación de la tragedia. Acaban por comprender y sentir en carne propia el dolor y amenaza que brotan cuando se aplica la Ley. De ahí que el mensaje esencial de Torra, en vísperas de la sentencia, es que constituirá un «torpedo» para la convivencia. La idea no es exclusiva del separatismo. Torra sabe que en el palco de complacientes, aburguesados, exquisitos y repipis, cunde la compasión. Su público se estremece en su butaca cuando el supremacismo se aflige porque peligra la convivencia. Los complacientes se niegan a responderse la cuestión que elude la leyenda: quién quebró la convivencia. Reparten culpas.

Así que volvemos sobre la extraña relación del catalanismo con la noción, sentido y sentimiento de derrota. Hace unos días, la diputada del PP Álvarez de Toledo le afeó a Iceta que el PSC se abstuviera en la moción de censura que Ciudadanos presentó a Torra. «A mí me gusta ganar. Yo soy un ganador», respondió flemático el camaleónico Iceta, que considera que en su palco, o sea, entre los expectantes, tentetiesos y equidistantes se halla la virtud y el beneficio. Para Iceta no se trata de ganar sino de auxiliar al vencedor, y más pronto que tarde habrá que activar el modo indulgente. «Siempre he sido un adelantado a mis tiempos», declaró Iceta hace más de un año cuando se mostró partidario de que, llegado el caso de que fuesen condenados, se indultase a los cabecillas de la trama; y añadió: «Algunos vamos a tener que arriesgar más por la reconciliación». Voilà: «Es la convivencia, estúpido, no la Ley», se abanica y revuelve el palco contra la sentencia. El muy honorable Torra asiente, entre compungido y fatuo, mientras se recoge la toga y se ajusta el laurel. Asoman detrás del escenario las antorchas, el fuego purificador de la derrota, que alecciona e intimida a los que no comparten con el supremacismo su laxo concepto de convivencia.

Sánchez prefería elecciones ahora y no en 2020. No es lo mismo afrontarlas con la sentencia encima que con el nacionalismo en la chepa. En la sala de máquinas del PSOE saben que buena parte del electorado, cansado del asunto catalán y el 1-O, se da por satisfecho con verificar que el Estado funciona. Sánchez pretende mostrar que funciona, sin fisuras, con él. La sentencia en campaña le guarece de los indicadores económicos. Hasta nueva orden, en aras de la resistencia, «Ahora, España», en funciones. Pero el supremacismo advierte ambos síntomas de debilidad: el «ahora» y en funciones.