JoseéIgnacio Eguizábal -Editores                            

 Me van a permitir que haya escogido el título –de sobra conocido- de un libro de nuestro filósofo Ortega y Gasset. Creo que España hoy corre un riesgo serio de desmembramiento que debemos atajar. Ya escucho a los que me sonríen con una mueca de superioridad: “exagera, no hay peligro de independencia de algunas comunidades autónomas”. Tal vez sea verdad  pero eso no significa que el desmembramiento al que me refería antes no sea solo un riesgo sino una gravísima realidad.

 Un estado se deshace cuando los ciudadanos que lo componen no tienen los mismos derechos fundamentales. Y ¿se lo recuerdo?, hoy no se puede estudiar en castellano como lengua vehicular en Cataluña ni en el País Vasco,  pronto tampoco en Baleares o Valencia….Y lo que es tan grave como lo anterior: padecemos 17 sistemas educativos, cada uno con el “aire” identitario o falsamente identitario que los gobernantes de turno consideren y donde va cuajando la idea de que simplemente decir “España” o algo común…..ya es suficiente para ser tachado de facha, extrema derecha  u otras lindezas por el estilo.

     Me gustaría señalar que el problema más grave de España en estos momentos no pasa por la dicotomía clásica izquierda/derecha sino que es la gravísima cuestión de nacionalismo/ciudadanía la que amenaza y bien gravemente los intereses de todos. El problema de España son los nacionalismos periféricos. Y la convivencia de la izquierda con ellos. Entendamos por izquierda al psoe, porque el conglomerado podemos resulta una mezcla infecta de las heces del marxismo, el castrismo, el indigenismo y el caudillismo tercermundista más torpe; un movimiento anti-sistema de una peligrosidad indudable. Y al que la izquierda observa desde siempre con una pizca de respeto y admiración que realmente resulta patético.

    El nacionalismo ha gozado desde la muerte del dictador de un  plus de respetabilidad que a estas alturas resulta incomprensible y peligroso. Y que muchos consideran inevitable. El asunto es, paradójicamente, muy sencillo. Miren, el nacionalismo es mentira desde el mismo momento en que nació. Porque sí, el nacionalismo también se produjo en un momento de la historia aunque le guste verse –y entontecernos- con ese aura de eternidad, de que siempre ha existido. Esa ideología infecta y radicalmente contraria a la convivencia nació a finales del siglo XIX y sustituye la historia por la mitología, el lugar por el origen, la lengua como vehículo de comunicación por la lengua como señal de identidad, el estado por la tribu. No hay nacionalismo templado y nacionalismo radical. Todos son radicales, todos quieren la independencia y todos son racistas y xenófobos. Arzalluz no representó ayer una anomalía en el País Vasco ni Torra hoy en Cataluña. Es el ser mismo del nacionalismo desarrollándose.

    Les gusta verse como una flor delicada que ha brotado desde el Paleolítico para asombro de la humanidad cuando realmente es un proceso de construcción lento y preciso que destruye la raíz misma de la convivencia. Que pregona la superioridad del “de aquí” sobre el vecino que ha venido de fuera: el charnego, el maketo.

    El nacionalismo siempre ha jugado sucio. Y lo seguirá haciendo. En el País Vasco, con una banda terrorista que acabó con la vida de casi 800 personas, miles de heridos y más de 200.000 ciudadanos que tuvieron que salir de allí huyendo de la onda expansiva del crimen. Mientras todavía hay más de 250 asesinatos impunes, en vez de exigirle a la banda (aunque muchos de ellos hayan prescrito) los nombres de los asesinos, se consintió a su brazo político volver a los parlamentos sin condenar el terrorismo. Una vergüenza moral. El nacionalismo tiene dos modos de desarrollo: el forte, que te asesina y el moderado que simplemente te echa.

   En Cataluña por la imposición natural de la lengua propia de todo nacionalismo, miles de profesores salieron de allí desde los años 80 por la obligatoriedad de uso del catalán….el lenguaje del amo. Y después,  la ley de inmersión lingüística –abiertamente inconstitucional- acabó normalizando una grave anormalidad. Finalmente, con el traje de figurante del nacionalista fetén, Maragall buscó saltarse la Constitución con un estatuto abiertamente inconstitucional. Envalentonados con su sentimiento de superioridad y ante el asombro de todos, no dudaron el proclamar la independencia. Una insurrección gravísima. Como síntoma, más de 4.000 empresas decidieron salir de allí. Ningún estado en sus cabales puede consentir una situación como esta.

El nacionalismo –y esto lo hemos padecido desde hace casi 40 años- se ha aprovechado del sistema educativo para formar –para deformar, sería mejor decir- generaciones de  jóvenes y transformarlos en miembros de la tribu. Manipulando la historia, envenenando la convivencia. Porque debemos tener muy claro algo esencial: el nacionalismo es y será siempre radicalmente desleal con el estado. Su supremacismo y su desprecio al ciudadano es congénito a su ser mismo.

  Revertir la situación no es sencillo pero es indispensable. El estado debe recuperar las claves del sistema educativo para imponer –sí, imponer- a todas las comunidades autónomas con lengua propia la garantía de que los padres que lo soliciten puedan elegir para sus hijos estudiar en castellano como lengua vehicular. Pero de verdad, no solo oficialmente. Más aun: no hay estado que se sostenga sin una historia común. Hay que pactar una historia de España común de obligada enseñanza en todo el estado. Y del que el alumnado se examine en selectividad. Y una asignatura de valores cívicos y políticos; una instrucción política y constitucional también sobre el funcionamiento del estado, indispensable para todos los estudiantes.

 He comenzado con Ortega y terminaré con él. Pocas semanas antes de la caída de Berenguer –el breve sucesor de Primo de Rivera- el filósofo escribió un artículo muy celebrado: El error Berenguer. Terminaba con unas frases que ya han pasado a la historia: (somos) nosotros gente de la calle, de tres al cuarto y nada revolucionarios, quienes tenemos que decir a nuestro conciudadanos: ¡Españoles, vuestro Estado no existe! ¡Reconstruidlo!

       Pues bien,  nuestro estado, España, todavía existe para la felicidad de la inmensa mayoría de los ciudadanos. Pero si no queremos que colapse por el ataque feroz de los nacionalismos debemos emprender sin demora, al menos esas tareas fundamentales.