ABC-IGNACIO CAMACHO

Para hombres como PérezLlorca no basta el elogio ritual de los entierros si no se respeta su legado de entendimiento

LA muerte de José Pedro Pérez-Llorca, que fue un político inteligente, un intelectual sereno, un patricio de la democracia y un jurista excelso, no es sólo el momento de enaltecer su figura con la justicia que merece su recuerdo. Es la hora de reclamar a los supervivientes de la Transición un último esfuerzo para defender los logros de una generación que se está extinguiendo. La España actual necesita la memoria de ese ejemplo, el de los que redactaron la Constitución, construyeron un sistema de libertades y derechos y refundaron el Estado a través de la cultura del consenso. Sin mitificaciones nostálgicas ni autocomplacientes endiosamientos, es menester que la sociedad contemporánea recupere los valores esenciales que ellos defendieron: los de la moderación, el mutuo respeto, la responsabilidad histórica o la eficacia virtuosa del acuerdo. Sus voces, cargadas de la autoridad moral de sus méritos, deben hacerse oír sin complejos para abrir paso a una reflexión imprescindible sobre la gran amenaza de este tiempo: la de un país trincherizo dividido en bandos herméticos por unos dirigentes narcisistas que se creen profetas de un orden nuevo. A todos esos que pusieron las bases de la convivencia y el entendimiento les toca hablar antes de que sea tarde y se conviertan en estatuas del tiempo. Porque no basta con el elogio ritual de los entierros; una comunidad se suicida cuando trata con desprecio el patrimonio colectivo de la experiencia, la razón y el conocimiento.

A Pérez-Llorca le dolía en la conciencia la deslealtad del nacionalismo, porque en la ponencia constitucional se había fajado con su propio partido para diseñar un marco legal en que las aspiraciones territoriales encontrasen sitio. Era lo bastante lúcido para entender la reaparición del populismo pero le costaba aceptar que la política careciese de soluciones racionales con que contrarrestar la potencia disruptiva de los mitos. En su época tampoco fue sencillo abrir caminos entre la tentación de la ruptura y el peso residual del franquismo; lo lograron a base de paciencia, de imaginación, de ajuste fino y, sobre todo, de la convicción en la estabilidad del Estado por encima de cualquier objetivo. La UCD y el PSOE –aquel PSOE– fueron capaces de luchar por el poder sin dejar de articular compromisos. Se enredaron en feroces conflictos que llegaron a alcanzar términos conspirativos pero siempre se trataron como adversarios, no como enemigos. Por eso es imprescindible que los patres conscripti del amanecer democrático comparezcan a reivindicar públicamente su legado, como acaba de hacer Alfonso Guerra, tantas veces tildado —no pocas con razón— de sectario. Que le digan a este país desmemoriado que el verdadero progreso consiste en renunciar a la revancha y el agravio. Y que los demonios de la intolerancia y del fracaso son imposibles de domesticar cuando se les deja salir del armario.