Fernando Aramburu-El Mundo

 

De viaje por el extranjero, recibí en una estación ferroriavia un mensaje escueto de una persona amiga: ETA ha pedido perdón a las víctimas. Eso era todo. Se trataba, en realidad, de una llamada de atención para que me informase más por extenso con ayuda de internet. Antes de obtener los datos que a esas horas matinales ya estaban corriendo por los distintos medios informativos, aquel mensaje obró en mí un efecto perturbador. Demasiado bello, demasiado humano, me dije, para ser verdad. Y por un momento, deslumbrado por el fogonazo de la palabra perdón, me complació la idea de un cierre con provecho pedagógico para uno de los capítulos más negros de la historia moderna de España y, por consiguiente, de Europa. La ilusión me duró lo que tardé en leer en la pantalla del móvil el comunicado de ETA.

No ignoro los comienzos de la organización, abundante en intelectuales. No faltaron en sus filas iniciales un par de clérigos y algún que otro poeta. Tampoco ignoro que después, ya convertida en un dinamismo de acción, de jefatura cambiante y métodos mafiosos, ha tenido sus ideólogos y sus abogados, sus plumas serviles y sus rockeros radicales, así como un notable apoyo electoral; pero nadie me quita que en líneas generales y con las excepciones que se deseen (porque el totalitarismo no está reñido con el cociente intelectual), en ese tinglado de matarifes predominó de los años ochenta para acá la chavalería adoctrinada, de luces limitadas, dirigida por los espabilados de turno que los instruyeron, azuzaron y ganaron poder. Es mi convicción. No pido a nadie que la comparta.

A mí el reciente comunicado de ETA me pareció una redacción de colegio, de una liviandad intelectual que me haría gracia y hasta me inspiraría ternura si no fuera porque detrás de ella se esconde otra cosa distinta que la lastimosa pretensión de los últimos etarras de hacerse los buenos, los sensibles, los compasivos con una parte de sus propios asesinados. No se sabe exactamente con cuáles. Los no implicados directamente en el conflicto, dicen. Quizá habría que hacerles llegar a los portavoces de ETA un ejemplar de Vidas rotas para que por favor marquen con una cruz los nombres de los muertos en atentados suyos a los que piden perdón y cuyo dolor y el de sus familiares dicen lamentar o al menos reconocer.

No existe la bondad armada, aunque es cierto que estos sacralizadores del suelo patrio, persuadidos de la nobleza de su causa, creyeron implicarse en una acción positiva montándose un paraíso, una comunidad ideal de vascos libres y genuinos, por el expeditivo procedimiento de arrebatarles la vida a otros. Esto se lo siguen bailando todavía algunos con aurreskus a la salida de la cárcel, legitimando los pasados crímenes con homenajes en el quiosco de música del pueblo. Ahora los encargados de echar el cierre a la barraca del terror piden con humildad impostada esa cosa imposible: la absolución histórica. ETA o quienquiera que se exprese estos días en su nombre se considera perdonable; un chiste de mal gusto que una narrativa blanqueadora y falaz, de uso exclusivo entre sus adeptos, intenta apuntalar con una apariencia de buenas intenciones.

ETA reitera la cantilena de la victimización del pueblo vasco, lo que no impidió a la banda, por cierto, matar a numerosos vascos, como tampoco atentar contra ciudadanos que padecieron prisión en tiempos de la dictadura franquista. Me vienen enseguida al recuerdo el periodista José Luis López de Lacalle, que estuvo cinco años en la cárcel durante el franquismo y a quien ETA asesinó, o a José Ramón Recalde, que cumplió un año de condena y a punto estuvo de perder la vida en otro atentado. Extraña manera de terminar con los residuos de una dictadura liquidando a quienes se destacaron por enfrentarse a ella.

Y ya metidos a repasar la Historia, pienso en mi difunto tío Eugenio, miliciano combatiente a las afueras de Gernika el día del bombardeo, o en mi abuelo Manuel Aramburu, que murió defendiendo la República en esa misma guerra, ambos con similares convicciones ideológicas que Isaías Carrasco, Joseba Pagazaurtundúa o Enrique Casas, por poner algunos ejemplos de asesinados por estos justicieros que se arrogan la prerrogativa de hablar en nombre del pueblo vasco, tutelarnos a todos como si nos hicieran el favor de liberarnos, cosa que nunca les pedimos, e interpretar la historia colectiva conforme a su gusto y sus fines, que no fueron otros que los de imponer su utopía con bombas y a tiro limpio. Hay que delirar hasta la náusea para ver un hilo conductor, una lógica histórica, entre un bombardeo de 1937 y la bomba en el Hipercor de Barcelona cincuenta años después o el asesinato de niños y concejales y, en el fondo, de todo lo que se pusiera delante, sin excluir a algunos de sus propios militantes o exmilitantes, hasta superar de largo la cifra de ochocientos muertos.

Y buscando justificarse aducen que hubo guerra sucia y violencia de Estado, como si lo contrario de una violencia fuera otra violencia y no la aceptación democrática sin restricciones de unas reglas de juego que permitan la convivencia de los distintos y deleguen en las instituciones creadas al efecto la resolución de los problemas de la sociedad, incluyendo los conflictos de cualquier naturaleza. Por supuesto que deberían aclararse los crímenes de Estado que siguen sin resolverse. Una democracia digna de tal nombre así lo exige, y no la pretensión inhumana de buscar un presunto equilibrio en una balanza de víctimas repartidas en dos grupos. Mucha niebla de olvido habría de levantarse delante de nuestros ojos para que no recordemos que ETA cometió más del 90% de sus asesinatos durante un periodo democrático, sin dejar de legitimar el uso de la violencia mediante la invención de un escenario de guerra, una guerra tan claramente unilateral que se acabó en el mismo instante en que los etarras dejaron de disparar.

Particularmente infantil se me figura la tesis etarra según la cual existía una especie de predeterminación fomentadora de la violencia. ETA pretende convencernos de que recurrió a la violencia porque había una violencia previa, violencia que, según su comunicado del otro día, «ha continuado después de que (ETA) haya abandonado la lucha armada», lo que, se mire por donde se mire, supone una confesión: la de que las acciones de la propia ETA no han servido para nada; en ningún caso, para frenar el dolor más o menos ancestral del pueblo vasco. De hecho, ETA ha liquidado con sostenida pertinacia el mito de un nacionalismo inocente y de los vascos como sempiternas víctimas de la Historia. El relato de ETA no se sostiene. No estaría de más desmentirlo y, en consecuencia, derrotarlo.