IGNACIO CAMACHO-ABC

Tabarnia es una vieja ocurrencia de esoterismo político rescatada para hostigar a los nacionalistas con su propio desvarío

COMO España tiene pocos problemas con el modelo autonómico, algunas mentes preclaras han rescatado del cajón de ocurrencias arrumbadas la idea de Tabarnia, un viejo proyecto de política esotérica. Se trata de una utopía, teórica e irónica, de segregación de Tarragona y Barcelona, más o menos las comarcas del antiguo Condado, que vendrían a reclamar su propio «derecho a decidir», referéndum mediante, para desgajarse de Cataluña y constituirse en otra autonomía. Una eutrapelia divertida, una ocurrencia propia del tiempo confuso del desvarío secesionista; hay recogidas de firmas por internet y un cierto debate, imaginario y especulativo, entre los catalanes no nacionalistas, hartos de la hegemonía rural de un independentismo que proponen combatir con su misma medicina. 

Sorprende sin embargo que los dirigentes de Ciudadanos hayan dado pábulo a este arbitrismo, aceptable como tema de discusión en la mesa de Nochebuena pero descabellado en términos de raciocinio político. Un partido que ha rozado el gobierno de Cataluña y aspira al poder en España no debe frivolizar, siquiera como hipótesis teórica o para hostigar al soberanismo, con más fraccionamientos del autogobierno o del orden administrativo. Y menos uno que pretende reconducir el carajal autonómico –antigua y certera frase de Borrell– con recentralizaciones y otras medidas en pos de un cierto equilibrio. Aunque como ejercicio retórico resulte atractiva la posibilidad de someter la secesión a la prueba de contraste de su delirio, hay que tener cuidado con lo que se dice, se sugiere o se ampara desde el liderazgo para no provocar malentendidos. 

España es un proyecto de convivencia ya muy cuarteado por el diferencialismo identitario. Es de exceso de diversidad, no de defecto, de lo que peca nuestro modelo territorial, y eso lo saben los líderes de Ciudadanos. El énfasis localista ha descoyuntado la nación y le ha birlado el relato. Se puede discutir la ley electoral, que reparte de forma desigual los escaños, pero tampoco es la receta ideal andar cambiando las reglas a tenor del sesgo de los resultados. En ninguna parte está escrito que el soberanismo tenga que ganar siempre en Lérida o en Gerona y por tanto no se puede renunciar de antemano a superarlo. La política es argumentación, persuasión, y la responsabilidad de sus élites consiste en confiar en el convencimiento como fuerza de cambio. Eso por un lado. Por otro, conviene mirar bien los mapas electorales: en Barcelona capital el independentismo también es –45 por 100 contra 43– mayoritario. 

Y sí, el intento de reducir al absurdo la fantasía rupturista con sus propias armas no deja de parecer chispeante y simpático. Pero la política seria debe distanciarse de silogismos triviales para no caer en ventoleras de cuñados. Frente a la apoteosis del dislate soberanista alguien tiene que resistir la tentación de dejar de ser sensato.