Ignacio Camacho-El País

La diferencia entre los discursos de Felipe y Juan Carlos es la que va de un Gobierno secuestrado a otro en colapso

PRINCIPIO de subsidiariedad al revés. La jerarquía superior y más lejana al núcleo del problema (el Rey) tuvo que salir a ocuparse de lo que el Gobierno no acaba de resolver con la suficiente diligencia. La Corona se vio en la obligación de remontarse sobre su papel de mediación para ejercer el liderazgo no sólo moral, sino político, de una nación angustiada y perpleja. Disipar con palabras de firmeza las dudas y tribulaciones de un presidente sobrepasado por unos acontecimientos para los que no encuentra respuesta. Toda la audacia, la determinación, la autoridad y el aplomo que estos días se echan en falta en La Moncloa aparecieron durante seis minutos fulgurantes en el palacio de La Zarzuela; seis minutos de energía, coraje y entereza para hacer frente con sentido de la intensidad histórica a una situación de emergencia.

Circulan en Madrid dos teorías –al menos– sobre la génesis del discurso real, según la mayor o menor proximidad al Gobierno. La primera sostiene que Rajoy pidió ayuda al Monarca ante la falta de disposición del PSOE para mantenerse en el consenso. Que el presidente necesitaba un aval categórico que cerrase cualquier tentación de ambigüedad o de términos medios, y también un respaldo institucional de máximo nivel frente a las primeras grietas de credibilidad abiertas en el extranjero. La segunda interpretación es que fue la falta de resolución marianista la que motivó el decisivo paso al frente de Felipe VI. Que el Rey, consciente del deterioro del conflicto catalán en las últimas 72 horas, decidió agarrar el toro por los cuernos y señalarle al desorientado Gabinete –y a la taimada oposición– el camino que han de tomar con presteza y sin más titubeos.

De un modo u otro, el discurso ha clausurado la etapa de las vacilaciones y del aturdimiento. Don Felipe ha identificado en esta crisis un riesgo para el régimen constitucional que es menester enfrentar sin eufemismos ni borboneos. El movimiento independentista catalán, secundado ya abiertamente por la extrema izquierda populista, ha cobrado un carácter revolucionario que apunta a la voladura del sistema por sus cimientos. Las medidas de excepción se han hecho inevitables tras el abrupto desenlace del referendo. Y ante los síntomas de parálisis gubernamental, el Rey se ha jugado su prestigio para defender al Estado apurando al límite el margen que le concede el ordenamiento. Su requisitoria fue incontestable: es hora de actuar antes de que se agote el tiempo.

Hasta ahí puede llegar: todo lo que estaba a su alcance ya lo ha hecho. Delante de toda la nación, que necesitaba también una referencia anímica en la que amparar su desconcierto. Era octubre y hacía calor pero la memoria colectiva de España voló en la noche del lunes hacia una fría y lejana tarde de febrero. Sólo que entonces el Gobierno estaba secuestrado y ahora simplemente parece cataléptico.