Arcadi Espada-El Mundo 

LOS JUECES tienen un modo idóneo para hacer política que es entrar en política. Así lo entendió y lo puso en práctica el juez Garzón, cuando cansado de hacer política desde los tribunales decidió ser el número dos de Felipe González. La política como fundamento de los autos judiciales es la derrota del Estado de derecho y una vía segura de la desmoralización ciudadana. Así este auto del juez Llarena que pone y quita libertades. Político en un doble sentido. Primero judicial: su auto tiende a quitarle razón, pero no toda, a su colega de la Audiencia Nacional, que abogó por otras cautelas. Luego política electoral, mediante el afamado método de Salomón: pero el niño troceado es la Justicia.

  El juez Llarena dictó el pasado 9 de noviembre un auto interesante. Su párrafo nuclear consignaba que Carme Forcadell, por citar a la más seriamente implicada, eludía la reiteración delictiva –la única razón consistente de la prisión cautelar–, bien porque renunciaría «a la actividad política futura», bien porque renunciaría «a cualquier actuación fuera del marco constitucional». Durante las primeras 24 horas Lady Procés se mostró obediente: no asistió a la manifestación en solidaridad con sus compañeros encarcelados y dio a entender que no se presentaría a las elecciones. Pero a los pocos días Esquerra la presentaba como la númera tres de una lista electoral cuyos objetivos, según la líder en el exterior Marta Rovira, eran estos: «Hay que implementar la República que proclamamos el 27 de octubre, recuperar todos los instrumentos creados en la última legislatura y en la anterior que han sido alejados, bloqueados políticamente. Ponerlos en funcionamiento, ya ni siquiera debatirlos». (La Vanguardia, 19 de noviembre). 

El juez Llarena no movió un músculo. Ni ese día ni los días sucesivos en que la candidata Rovira repitió lo mismo, incluso con mayor frenesí. Su auto de ayer, confuso, patéticamente autorreferencial e injusto, doblemente injusto, para los que salen en libertad y para los que siguen en prisión, solo es la degeneración escolástica de esa inmovilidad. El 9 de noviembre el juez trazó una línea que habría sido muy útil para que el Estado de derecho español siguiera afrontando con firmeza el reto de la insurrección separatista: el precio de la libertad es el abandono. Fieles a su costumbre, los separatistas decidieron saltársela a la primera oportunidad y el juez calló. Ayer pareció que hablaba, pero solo era en modo flatus vocis. El modo acostumbrado de la política.