F. SOSA WAGNER M. FUERTES-EL MUNDO

El autor explica cómo se regulan los fondos reservados y qué mecanismos de control se establecen. Subraya que su uso para tratar de ocultar fechorías de políticos supone un atentado también a la misma seguridad del Estado.

COMO SABEMOS que el dinero es capaz de «convertir cualquier mente en un volcán», según se canta en El Barbero de Sevilla, lo mejor es que el Derecho disponga de los más afinados instrumentos para que, cuando ese dinero es público, su uso se halle sometido a reglas estrictas que incluyan un control minucioso de su empleo. La historia de ese control es la parte más sustanciosa de la «lucha contra las inmunidades del poder», en la expresión feliz que acuñó hace años García de Enterría. Se trata de que, aceptada la existencia del poder basado en el contrato social, este se manifieste de la forma más ordenada posible, menos aflictiva para la libertad de los ciudadanos y más honesta. La aprobación de los Presupuestos por los representantes de los ciudadanos, la presencia de interventores que autorizan gastos y jueces que controlan los canales por los que fluyen los dineros públicos forman parte de esos instrumentos indispensables para que quien paga impuestos pueda dormir con una cierta tranquilidad. Una pelea histórica que en modo alguno está cerrada porque siempre aparecen vanos aprovechados por sujetos poco abonados.

Es el caso de los fondos reservados que existen desde la noche de los tiempos, el fondo de reptiles que vemos usar al ministro de la Gobernación de las Luces de Bohemia valleinclanescas para aliviar las necesidades de un poeta desdichado. Con fines menos sentimentales han sido empleados en el Ministerio del Interior de la España de nuestros días, pues parece –a falta de confirmación judicial– que con ellos se han tratado de ocultar las fechorías de financiaciones irregulares y otras tropelías de políticos y de funcionarios retribuyendo a quienes se han prestado a borrar pruebas y limpiar huellas.

¿Qué mecanismos tiene el Derecho español, si tiene alguno, para atajar estas prácticas y qué posibilidades existen de que esos bergantes acaben pagando sus desmanes? De entrada, preciso es saber que las cantidades destinadas a estos fondos reservados están previstas en los Presupuestos Generales del Estado y, por tanto, son públicas aunque, después, la concreta utilización sea calificada legalmente como secreto oficial.

Es una ley, la de 11 de mayo de 1995, la que enmarca el régimen jurídico de su uso y control. Según sus preceptos sabemos que sólo pueden ser utilizados para finalidades vinculadas a la defensa y seguridad del Estado. Pero evidentemente no cualesquiera porque las ordinarias, es decir, las llamadas a hacer funcionar la Policía, la Guardia Civil o el Ejército están previstas en las normas generales: las que regulan la protección civil, la lucha contra la amenaza terrorista, la ciberseguridad, los suministros, la selección del personal, etcétera. De lo que aquí hablamos es de aquellas actuaciones concretas que, por concurrir en ellas circunstancias singulares, deben mantenerse en el estuche del secreto o de la discreción. Al suponer una especialidad del régimen general, la interpretación ha de ser siempre restrictiva (artículo 4.2 del Código Civil).

Esa misma ley nos dice quiénes son los responsables del manejo de esos fondos. Se trata de los ministros de Exteriores, Defensa, Interior y, por debajo, las autoridades que ellos designen entre las cuales el Centro Nacional de Inteligencia ocupa un lugar destacado. El ministro ha de tener constancia en todo momento de su destino porque es su obligación legal también informar de manera periódica al presidente del Gobierno. A tal efecto los ministros –o autoridades facultadas– han de dictar unas normas internas o instrucciones para asegurar el correcto uso de estos dineros así como también se atribuye a la Intervención General del Estado una específica supervisión contable.

Junto a estos controles, que podríamos llamar administrativos, internos al aparato del Gobierno, hay otros externos alojados en los distintos poderes del Estado. Así, en el Congreso de los Diputados existe una comisión específica de «control de los créditos destinados a gastos reservados», competente para recabar la información que considere pertinente y exigir la comparecencia de las personas involucradas en estos manejos. Personas éstas que, además, tienen la obligación de registrar una declaración de su patrimonio ante la Presidencia del Congreso.

Siendo adecuada esta previsión echamos de menos la existencia de un análisis posterior de la evolución de ese patrimonio, como existe en la legislación de Altos Cargos (30 de marzo de 2015) que prevé la elaboración de un informe para comprobar su situación patrimonial por si han existido indicios de un enriquecimiento injustificado teniendo en cuenta los ingresos que han percibido. Tales datos pueden ser contrastados con la Agencia Tributaria y generan, en caso de comprobarse un incumplimiento o falsedad, la imposición de sanciones, la obligación de restituir y las demás responsabilidades pertinentes. Se trataría de recuperar en toda su extensión, inyectándole renovado vigor, el viejo juicio de residencia, o purga de taula, propio de la Corona de Aragón, yerto entre las páginas de nuestro derecho histórico a la espera de la mano amiga que le diga, como el arpa del poema, «levántate y anda». Tal institución obligaba a los regidores de las ciudades, jueces u otros oficiales a someterse a una investigación o juicio sobre su gestión al final de la misma e incluso a reparar los yerros cometidos.

Como controles externos más afinados están el Tribunal de Cuentas y los tribunales ordinarios: jueces penales, jueces militares y jueces de lo contencioso-administrativo. Y es que ninguna actuación puede quedar fuera de la mirada de Argos del Estado de derecho ni de los sinsabores que éste puede infligir a quienes lo conculcan: a saber, la reintegración de fondos (juicios contables y demás), la inhabilitación, la pérdida de la condición de funcionario o la privación de libertad en los casos de conductas tipificadas en el Código Penal.

De ahí la necesidad de compatibilizar la existencia de secretos y actuaciones reservadas con los principios esenciales del Estado de derecho haciéndolos convivir de manera pacífica y ordenada. Pensemos en la responsabilidad exigible a todas las autoridades y funcionarios, en el principio de interdicción de la arbitrariedad, así como en la seguridad jurídica, base de la confianza ciudadana en las instituciones políticas.

SI ECHAMOS la vista atrás, conviene resaltar el hito que constituye la sentencia del Tribunal Supremo (Sala de lo Penal) de 18 de octubre de 2004, relativa al uso de fondos reservados por autoridades muy significadas del Ministerio del Interior. En ella quedan realzados los principios básicos que han de ser respetados en un Estado de derecho. A su tenor, aunque el uso de estos fondos reservados sea una materia clasificada, no es posible, emboscados en ella, cometer delitos ni desviarlos a otros fines diferentes de los legalmente asignados. Tampoco aplicarlos «al propio enriquecimiento creando de esa guisa injustificados espacios de impunidad». Y más adelante: «Tolerar el despilfarro egoísta de los fondos públicos… dejaría a personas e instituciones sin la debida tutela judicial efectiva [porque] el Derecho no puede amparar delitos… pues otra interpretación haría depender de una autorización del Ejecutivo la competencia de los jueces y tribunales para la investigación y persecución de los mismos».

A lo largo de esta exposición ha salido, como estrella llamativa, la seguridad del Estado. Pues bien, hora es de recordar que esta seguridad no se acaba en sus aspectos más visibles como pueden ser la defensa militar, el trabajo policial, ahora la persecución de los delincuentes informáticos o el terrorismo internacional sino que, y esto es lo determinante, descansa en la confianza de los ciudadanos en la correcta y honesta actuación de las autoridades y servidores públicos.

Por eso se impone aplicar el máximo rigor político y jurídico a quienes hayan podido cometer irregularidades en el Ministerio del Interior.

Pues esa es la genuina seguridad del Estado que importa preservar porque, sin ella, todo se desploma en un barranco en cuyo fondo están los reptiles del descrédito del poder y del escepticismo ante la democracia.

Francisco Sosa Wagner y Mercedes Fuertes son catedráticos de Derecho Administrativo.