Fracasa el golpe en Turquía, pero sus causas no han desaparecido

EDITORIAL EL MUNDO – 17/07/16

· Turquía es tan importante en la difícil coyuntura geoestratégica que vive el planeta que el fallido golpe de Estado de la madrugada del viernes al sábado ha convulsionado los principales centros de poder del mundo. Los turcos están acostumbrados a las asonadas militares. Han vivido cuatro –cinco con la que acaba de ser sofocada– en los últimos sesenta años. En todas ellas, el Ejército se ha mostrado como el garante del Estado laico, basado en los principios establecidos por Mustafá Kemal Atatürk, creador de la Turquía moderna, en 1920. El último asalto del Ejército al poder se produjo en 1997, para evitar que el islamista Necmetin Erbakan instaurara una república teocrática.

Pero el papel que jugaba en el concierto internacional Turquía a finales de los noventa, a pesar de que pertenecía a la OTAN desde 1952, era mucho menos relevante que ahora. Oriente Medio se ha convertido en el principal escenario de conflictos terroristas, bélicos y diplomáticos, y ahí Turquía es uno de los principales protagonistas. Por eso, aunque el golpe de Estado tenga su principal motivación en la política interna –una parte del Ejército se erige en guardián de las esencias ante la deriva autoritaria y radical de Tayyip Erdogan–, la desestabilización del país puede influir en una región clave para la política mundial.

Turquía es el bastión de la Alianza Atlántica en Oriente Próximo gracias a su situación geográfica, cercana a los países más conflictivos. Erdogan se ha enfrentado a Israel, Irán y Rusia y, sobre todo, ha intentado el derrocamiento de Asad en Siria. Esto le ha granjeado enemistades en la región y ha puesto el foco del Estado Islámico sobre Turquía, como demuestra el atentado del aeropuerto de Estambul a finales de junio.

Pero a su posición geoestratégica, Turquía añade en estos momentos su papel clave en la crisis de los refugiados. Sus acuerdos con la Unión Europea –cobijar a quienes lleguen huyendo de sus países a cambio de ayuda económica y una mayor facilidad para que los turcos viajen a la UE– están amortiguando las indeseables consecuencias que podría tener de cara a la opinión pública la nefasta gestión europea de esta cuestión.

La necesidad de Occidente de contar con el apoyo de Turquía ha ido creciendo a la par que la deriva autoritaria de Erdogan. Lejos queda aquel político con el que en 2002, cuando fue elegido primer ministro, Turquía llegó a ver cercana la posibilidad de ingresar en la Unión Europea. Pero la consolidación del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) de Erdogan en el poder significó la radicalización de la política y la defenestración de oponentes en el Ejército, en la política y en la judicatura. Hoy nos encontramos ante la contradicción de que el Erdogan más dictatorial es el más necesario para la UE y para Estados Unidos.

De este difícil equilibrio con Turquía da fe que los principales líderes sólo reaccionaran para condenar el golpe de Estado cuando ya se empezó a comprobar que las masivas manifestaciones de los turcos en las calles –enfrentándose pacíficamente a los soldados– iban a hacerlo fracasar. Barack Obama esperó hasta entonces para llamar «a todas las partes» a apoyar «al Gobierno elegido democráticamente» y evitar un «derramamiento de sangre».

El hecho es que Erdogan ha conseguido parar el golpe de Estado, que se ha saldado con 265 muertos y más de 2.800 militares detenidos. El presidente turco culpó al influyente clérigo Fetulá Gülen, que lidera una red de personajes influyentes en la vida política y judicial turca, de ser el instigador de los militares que se sublevaron el viernes. A pesar de que Gülen también rechazó el golpe, el régimen detuvo o expulsó de sus puestos a casi 3.000 jueces afines al clérigo.

El futuro que se abre ahora sobre Turquía es más incierto que antes. Erdogan va a aprovechar su victoria para afianzar su poder en el país y depurar a sus enemigos. Sabe que cuenta, además, con el respaldo implícito de los países occidentales. Pero el levantamiento militar, aunque ha sido aplastado, saca a la luz la tremenda fisura que existe en las élites del poder, que puede desestabilizar el país en los próximos años. El golpe ha fracasado, pero sus causas no han desaparecido.

EDITORIAL EL MUNDO – 17/07/16