Mikel Buesa-Libertad Digital

Ahora que ha pasado medio siglo desde que tuvieron lugar los acontecimientos de 1968, es bueno recordar la atinada observación que recogió Luis Buñuel en Mi último suspiro, su libro de memorias, acerca de su experiencia en París durante el mes de mayo: «Personas habitualmente razonables perdían la cabeza. Louis Malle, jefe de no sé qué grupo de acción, distribuía sus fuerzas por la gran batalla (…) Junto a la sinceridad y la seriedad de unos, se hacía un hueco la palabrería y el confusionismo de otros. Cada cuál buscaba su revolución con su linternita». Y añade que «si esto ocurriera en México, lo acabarían en dos horas y con dos o trescientos muertos». Pero no fue así, los muertos brillaron por su ausencia –salvo en México, en el mes de octubre, como también recuerda Buñuel– y la linternita revolucionaria siguió en manos de los partidos y partidillos de izquierda, pasando de secretario general en secretario general, para ver si algún día podía iluminar tanta ansia de rebelión contra el statu quo. Así es como ha llegado hasta el despacho del doctor Sánchez, allí en Moncloa, quien vino con el «no es no» para cambiarlo todo, aunque hasta el momento no haya cambiado nada, salvo en las páginas inaplicadas del Boletín Oficial del Estado.

Ahí está para mostrarlo con rotundidad el decreto-ley sobre lo de Franco, su primer empeño revolucionario, porque según parece que ese señor se muriera en el hospital de La Paz –el que se construyó para conmemorar el 25 aniversario del final victorioso de la Guerra Civil y al que, por cierto, ni Carmena le ha cambiado el nombre– hace más de cuarenta años, es irrelevante. La revolución sanchista exige, al parecer, que lo saquen de su tumba para tirarlo en algún cementerio ignoto. Y hete aquí que el doctor se ha apresurado a realizar su tarea iluminándola con su linternita. Pero todo le sale mal, al menos de momento, tal vez porque a su fuente de luz le fallan las pilas o porque lleva tantos años sin encenderse que ya no funciona bien. Yo me inclino por lo primero, por la falta de luces, a la vista de los acontecimientos.

Los acontecimientos son, como todo el mundo sabe, que a Franco, cuando lo saquen de su tumba en el Valle de los Caídos, sus familiares lo van a enterrar en la catedral de la Almudena, en Madrid, en la Plaza de Oriente, la misma en la que el dictador se daba sus baños de masas cuando las cosas se le ponían mal. Ni que decir tiene que los nostálgicos del franquismo –que alguno queda, aunque no sean muchos– están deseándolo, porque de esa manera podrán ir en metro, ahorrándose un desplazamiento de bastantes kilómetros, a homenajear al artífice de su melancolía. Ya lo decían en 1976, según un documento que me ha pasado un colega historiador y que está depositado en la Fundación Francisco Franco, cuando el 20 de noviembre de ese año la Hermandad Nacional de la Guardia de Franco organizó una «marcha sobre Madrid» para cuyo permiso oficial se apelaba al Valle de los Caídos, aunque «todo el mundo tiene la consigna de ‘A la Plaza de Oriente'».

O sea que Sánchez, con su linternita, ha hecho un pan como unas hostias. Nunca mejor dicho, por cierto, porque ahora, para enmendarlo, ha tenido que meter por en medio a la Iglesia, que es como apelar al diablo para ir al cielo. La Iglesia, esa institución milenaria administrada por una Curia Romana que se las sabe todas, que dice y no dice, que mira al futuro con sentido profético y que, por eso mismo, espera pacientemente a que la historia se asiente en su provecho –que es el mismo de Dios–. Porque su tiempo no es el de los ciclos electorales y llega mucho más lejos que el de cualquier político azorado por las cosas del mundo.

Por eso mismo, negociar con la Iglesia asuntos de última hora para poder escribir un tuit es pedir peras al olmo. La Iglesia recibe con mirada amiga y con sonrisa, como la de Pietro Parolin, el secretario de Estado de la Santa Sede, cuando saludó a la vicepresidenta Calvo. Y escucha, pero no se pronuncia, aunque parezca que sus palabras significan lo que uno quiere oír. Carmen Calvo se llevó a Roma la linternita de Sánchez y le dijo a Paroli lo de Franco mientras amagaba con subirle los impuestos y quitarle los edificios –la mezquita de Córdoba, sobre todo–, pensando que sus sutilezas amenazantes harían mella en tan avezado diplomático. Y oyó, según dice, lo que le satisfacía, que Franco no sería enterrado en La Almudena. Y como lo oyó, lo soltó a los periodistas que cubren el Congreso de los Diputados. Claro que, inmediatamente, fue desmentida por el Vaticano con rotundidad y sutileza a la vez. Así, el portavoz eclesiástico negó que el Secretario de Estado se pronunciara «sobre el lugar de la inhumación», aunque «le pareció oportuna» la búsqueda de una solución al asunto «a través del diálogo con la familia». Y para remachar, el Arzobispado de Madrid ha señalado que, por su parte, «no ha habido ningún contacto ni del Gobierno ni de la familia».

Así que, de momento, todo ha quedado en agua de borrajas. La Calvo se ha pegado un rebote de padre y muy señor mío, y ha acabado amenazando a la Iglesia con aplicarle no sé qué artículo de la ley de memoria histórica donde, según ella, se dice «muy claramente que no se puede hacer» –lo de meter a Franco en la Almudena, añado para que el lector lo entienda–, que «es algo que en nuestro país está prohibido por la ley» y que esto fue comprendido por las autoridades vaticanas. Seguramente éstas, como yo, se han leído la susodicha ley y no han encontrado el artículo. Pero dejémoslo estar, porque lo verdaderamente trascendente –y de esto en Roma saben latín– es que las revoluciones no se pueden hacer con una linternita, sino que requieren pasar por las armas a unos cuantos –como muy bien exponía Buñuel–. Ya lo dice el Eclesiastés: «Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora». Lo demás es verborrea para engañar al pueblo.