IGNACIO CAMACHO-ABC

En 2016, Sánchez dijo que su gran error había sido renunciar al apoyo del nacionalismo, aceptar las bridas del partido

LA palabra es vértigo. Un remolino de precipitación, una tolvanera de incertidumbre se ha apoderado desde el jueves de la política española, envuelta de nuevo en la agitación, en la volatilidad, en las convulsiones espasmódicas. La sentencia Gürtel es una bomba que ha reventado la legislatura con una onda expansiva de caos y zozobra, y la moción de censura ha rescatado el fantasma del Gobierno Frankenstein de entre las sombras. Todo está en el aire ahora: la continuidad de Rajoy, el rumbo del desafío separatista, el curso de la recuperación económica. El país ha retrocedido dos años en dos días para regresar al momento en que Pedro Sánchez bloqueó la investidura en un laberinto de incógnitas.

La moción no es un farol: Sánchez va en serio. Nunca se ha quitado de la cabeza la idea de alcanzar por un atajo la jefatura del Gobierno. Quiere organizar las próximas elecciones desde la Presidencia, en posición de ventaja frente a Podemos. El viernes fue sincero: su intención es ocupar la Moncloa con todas las consecuencias, no como un mero croupier para repartir cartas y organizar el juego. La maniobra está diseñada para cumplir su proyecto: si se encarama al poder será para tratar por todos los medios de quedarse dentro.

Cuando los suyos lo echaron, en octubre del 16, le dijo a Évole que su gran error había sido renunciar al apoyo del nacionalismo, aceptar las bridas que le ató el partido. Pero ya no tiene oposición interna ni comités federales que frenen su designio, y se ha asegurado el control de la organización mediante un mecanismo de plebiscitos. Tiene una oferta para los soberanistas, incluido el PNV, que pasa por levantar el 155, y el PP teme que brinde un pacto implícito de indultar llegado el momento a los líderes del independentismo.

El líder socialista sabe que una convocatoria electoral sólo beneficiaría a Ciudadanos. En el peor de los casos, si el PNV no traga o él no acabase de ver su plan claro, antes estaría dispuesto a permitir que Rajoy siga en el cargo –al fin y al cabo ya está abrasado– y desistir del intento echándole la culpa a su adversario. Por eso presentó la censura por sorpresa, antes de la reunión de su ejecutiva y usando firmas en barbecho de sus diputados: quería tomar la delantera con un movimiento rápido, asegurarse la iniciativa bloqueando toda posibilidad de comicios inmediatos. Ahora tiene el control de la crisis en sus manos; ni siquiera el Gabinete puede anticiparse a sus pasos.

Al presidente se lo llevan los demonios. En los últimos tiempos, al pairo del conflicto catalán y del auge de Cs, que los inquietaba a ambos, había otorgado al jefe de la oposición un trato preferente de socio de Estado que Sánchez ha blandido en su contra a las primeras de cambio. Si consuma la operación Frankenstein no sólo podrá presumir de haber echado a Rajoy sino de ser el único rival que haya logrado engañarlo.