Arcadi Espada-El Mundo

CARLES Puigdemont es un hombre propenso a la ciclotimia. Y su circunstancia aún le habrá hecho más propenso. No es la primera vez que desde Bruselas se mostraba desmoralizado y presto a dejarlo todo. Sus mensajes, aparentemente destinados a su compañero de fuga Antoni Comín, estaban redactados sin los errores ortográficos o de puntuación que son propios en el uso de la mensajería digital. Puede deducirse que se escribieron con cierta meditación y que no respondían a un arrebato coloquial entre compañeros. Él mismo pareció confirmar todo esto cuando reconoció luego en un tuit la veracidad de los mensajes y los atribuyó a las dudas naturalísimas que a veces asaltan a los hombres. La desmoralización y las dudas son legítimas. Cualquier independentista las habrá padecido y las habrá expresado a sus próximos. El problema mayor de Puigdemont es que a la misma hora que se daba por muerto llamaba a la resistencia a sus compañeros en Cataluña. Algunos de ellos acababan de forzar peligrosamente un precario dispositivo policial y se concentraban a la puerta del parlamento de Cataluña para gritar sus consignas habituales e insultar con amenazante gravedad a los diputados constitucionalistas. Una buena parte de los concentrados llevaban caretas con el rostro de Puigdemont, mientras el auténtico se la estaba quitando a miles de kilómetros de distancia en una conversación con el diputado Comín.

Pero no es la fragilidad del liderazgo ni el contraste entre el discurso público y el privado lo peor que tienen este centenar de palabras robadas por un periodista en el correcto ejercicio de un oficio que a pesar de vainas como García Márquez o Kapuscinski será siempre un oficio de malvados. Lo peor, y lo que no puedo olvidar, es la frase: «Volvemos a vivir los últimos días de la Cataluña republicana». La frase, que ni siquiera fue dicha en el calor emocional de cualquier algarada, sino en la más escueta intimidad, revela el grado de alienación y la textura ofensivamente vanidosa de la mirada que este hombre se dirige a sí mismo y a su fracasado proyecto desleal. Teniendo en cuenta los centenares de miles de muertos y exiliados y la enorme destrucción provocada, la analogía es de una perturbadora inmoralidad. Pero también de una gran imprecisión técnica. Porque cualquier intento que Puigdemont haga por trasladarse al paisaje de infamia y muerte de la guerra civil le obligará a ocupar siempre el mismo lado moral. El del gobernante que se alzó contra la democracia. El del nacionalista. El del fascista.