ABC – JON JUARISTI

El gag postelevisivo convierte a sus protagonistas en detritos

UN tipo entra con decisión y aplomo en una habitación. Tropieza con un saliente y se da un trastazo morrocotudo. Alguien que viene detrás se ríe del desgraciado antes de acudir a socorrerle. Cuando lo intenta, resbala sobre el piso recién encerado y cae de bruces, partiéndose los piños. Se escucha la carcajada de un tercero, que, habiendo tomado las precauciones necesarias para no sufrir otra costalada, hace su aparición mirando cautelosamente al suelo. El techo se derrumba sobre el recién llegado y lo aplasta. Etcétera. Así describe René Girard el funcionamiento de lo cómico: nos reímos de la desdicha ajena, pero ésta se contagia casi tan rápidamente como la risa.

Un amigo mío admite que Sánchez, como presidente, es un perfecto desastre, pero añade que nunca hemos disfrutado de un gobierno tan divertido como el suyo. Es cierto. El camarote de los hermanos Marx, al lado de La Moncloa actual, parecería un cementerio. Los últimos marxistas de España son infinitamente más grotescos y absurdos que Groucho, Chico y Harpo. Compárese a Carmen Calvo con Gracita Morales. No hay color. Los hermanos Marx y Gracita Morales pertenecieron al mundo de la comedia cinematográfica, que era todavía el de los gags prefabricados e irrepetibles que inauguró el cine mudo, depurando y esquematizando la comedia teatral. Sánchez y su mariachi viven en el universo postelevisivo de las pantallas portátiles, ubicuas y perpetuamente encendidas, que se alimentan de gags, pornografía o gore, siempre en versiones instantáneas y clónicas a las que lo único que se les pide es que sean cada vez más impactantes (en comicidad, guarrería o sadismo) que las inmediatamente anteriores. Así, la tesis de Sánchez supera en comicidad al máster de Montón y el batacazo fiscal de Duque al de Huerta, aunque no sea más que por la altura desde la que el primero de ellos se desploma. Concedo que en su especialidad pornolálica la ministra Delgado resulta difícilmente emulable.

El gag postelevisivo destruye a su personaje. Al contrario que los actores profesionales de teatro, cine o televisión, el sujeto público que protagoniza un gag involuntario no es políticamente reciclable. Se convierte en basura, si no física, al menos moral. De ahí el desgaste de los gobiernos en la época de la voracidad mediática, que los canibaliza sin cesar, reduciéndolos a zurullos vivientes: es decir, a la forma excrementicia de los humanos póstumos de la modernidad, ya sean los hombres sin atributos de Musil, los hombres vacíos de T. S. Eliot o incluso los zombies de Stephen King y compañía.

La única posibilidad de supervivencia de la basura postelevisiva se halla precisamente en la televisión basura, como carne picada y molida al infinito de los reality, o en la política basura, como esclavos sexuales de los nuevos amos (a menudo surgidos de sus antiguos aliados y no de los antiguos enemigos). De ahí que otro de mis compasivos amigos proponga, por el bien de España, una alianza in extremis del PP y Ciudadanos con el Gobierno de Sánchez para impedir que este sea esclavizado por Podemos, los separatistas y las mafias en lo que le quede de legislatura. En mi opinión, ni el Gobierno ni el partido que lo sustenta merecen un final más digno, pero recuerdo la advertencia de Neil Postman (1931-2003) en Divertirse hasta morir. El discurso público en la era del show business, su gran ensayo melancólico de 1985: «Una cultura puede sobrevivir a la desinformación y a la opinión manipulada, pero no se ha demostrado que pueda hacerlo a valoraciones del estado del mundo en veinte minutos, y, más aún, si tales valoraciones fueran determinadas por el número de risas que consigan provocar».