El Correo- JOSÉ LUIS ZUBIZARRETA

La disparidad entre las acusaciones, normal en un caso tan complejo, se ha convertido, por las torpezas del Gobierno, en auténtico motivo de escándalo

En principio, no debería causar asombro que, en la calificación de los delitos que hubieran podido cometerse a lo largo del ‘procés’ y en la cuantía de las penas que se solicitan para sus presuntos autores, se haya producido una tan notable disparidad de criterios entre las acusaciones. Si acaso, puede no ser del todo habitual el hecho de que, en asuntos de tanta trascendencia, no coincidan las dos que representan, cada una desde su posición, los intereses del Estado. Pero era de sobra conocido que, en lo que toca al fondo del caso, la doctrina estaba muy dividida y que tal división podría influir en la interpretación que las acusaciones harían de los elementos constitutivos de los dos delitos más graves que se imputan, a saber, el de rebelión y el de sedición, así como en la severidad de las penas que pudieran solicitarse. Sin embargo, el asombro no sólo se ha dado, sino que ha alcanzado categoría de escándalo.

La causa ha de buscarse, además de en los intereses políticos que se dirimen en el caso, en el zigzagueante modo en que viene tratándolo un Gobierno que, por su endeble situación parlamentaria, resulta ser extremadamente dependiente de la suerte de los procesados. Baste recordar, a este respecto, que del apoyo o el rechazo de los secesionistas encausados dependen, entre otras cosas, unos Presupuestos que se han convertido en la clave de la supervivencia del Ejecutivo y de los intereses que de ésta se derivan para todo el arco parlamentario. Esa dependencia, junto con su torpe manejo por el Gobierno, es lo que ha logrado que aquella disparidad de criterios que, en otras circunstancias, habría pasado por normal se haya convertido en escándalo. Ha cobrado cuerpo la sospecha de que el cambio que en la tipificación de los delitos ha protagonizado la Abogacía del Estado –pues cambio ha habido, por mucho que se empeñe el Ejecutivo en negarlo– trae causa, no del análisis jurídico de los hechos, sino del interés del Gabinete Sánchez por retener sus apoyos originarios. Esfuerzo, por cierto, vano.

Estamos, pues, ante una más de las inconsistencias que están caracterizando la aún corta trayectoria de este Gobierno y que el rocambolesco modo en que éste nació, si no a disculpar, sí podría haber contribuido a explicar. Pero ocurre que, tanto en éste como en otros casos, la gestión que el Ejecutivo viene haciendo de su debilidad invita, más que a comprender y a excusar sus inconsistencias, a cebarse en ellas, de modo que resultan cada vez más odiosas e insufribles. Destaca en esta torpe gestión el desenfado con que, en sus farragosos razonamientos, se desenvuelve una vicepresidenta que ha optado por dar razón de los casos más engorrosos.

Y es que, tanto en este que ahora nos ocupa como en el otro también actual de la exhumación-inhumación de los restos de Franco, Carmen Calvo está revelando una tan incómoda y arbitraria relación con la verdad, que sus prolijas explicaciones resultan, las más de las veces, increíbles. Su satisfacción con la solidez de su argumentación es tal, que, cuando esa relación se tambalea, en vez de estabilizarla adecuando sus argumentos a los hechos, como la verdad requiere, opta por acomodar los hechos a las caprichosas fluctuaciones de sus razonamientos. Suele pasar con quien cree tener siempre toda la razón. Y, así, las improvisaciones se presentan como bien fundadas decisiones y las incoherencias, como razonadas y lógicas conclusiones. La verdad sufre, y, con ella, la confianza y la credibilidad.

Pero, volviendo al caso que nos ocupa, conviene recordar la provisionalidad del estadio indiciario en que nos encontramos, de modo que, soportando, en el entretanto, las convulsiones políticas que este largo y complejo proceso ha de provocar, podamos confiar en la profesionalidad y la imparcialidad de unos jueces –siete, nada menos– que emitirán sentencia definitiva mirando, además de a los hechos y a las leyes, a las otras instancias superiores, tales como el Tribunal Constitucional y el Europeo de Derechos Humanos, a cuyo examen tendrán que someterse. Les va en ello su prestigio, porque nunca como ahora tantos ojos los habrán estado mirando. No es pequeña garantía. De hecho, es la única en que cabe confiar.