José Luis Zubizarreta-El Correo

El desencuentro entre ERC y PSOE que ha supuesto el veto a Iceta tendrá quizás efectos en la investidura, pero no será impedimento para un diálogo inevitable

Durante la campaña de las elecciones generales, Pedro Sánchez afirmó que «los independentistas no son de fiar». No se había pronunciado sobre ellos con tanta contundencia desde que recibió sus votos para ser investido presidente en la moción de censura. Pudo pensarse que las razones eran de mera conveniencia electoral. La irrupción de Vox en Andalucía había sido en parte atribuida por muchos, entre ellos los barones socialistas, a la política de apaciguamiento que el Gobierno mantenía con el independentismo catalán. Resultaba, pues, aconsejable corregirla de cara a la nuevas elecciones. Pero la cosa venía de más lejos. La insolente actitud de los secesionistas tras la reunión del Palacio de Pedralbes y, sobre todo, el rechazo de los Presupuestos, con la consiguiente caída del Gobierno, habían marcado el punto de inflexión en unas relaciones que tampoco es que hubieran dado los frutos esperados. A ello ha venido a sumarse la decisión que el pasado jueves, casi coincidiendo con el primer aniversario de la moción de censura, tomaron los independentistas de impedir la elección de Iceta como senador por designación autonómica y frustrarle a Sánchez el plan de erigirlo en presidente del Senado como gesto de buena voluntad hacia Cataluña e incentivo para su propia investidura. Con esto, las afirmaciones de campaña sobre la poca fiabilidad de los secesionistas se han dotado de la sinceridad que el contexto electoral en que se pronunciaron pudo haber dejado en duda.

El gesto es ciertamente más que un feo o una falta de cortesía parlamentaria. Tiene tanta gravedad que ni sus autores aciertan a explicarlo. Las razones que ofrecen son peregrinas y tienen más que ver con la represalia por un supuesto agravio recibido que con motivo político alguno razonable. Ningún Parlamento autonómico había osado contravenir la convención de dar por bueno, en este tipo de votación, el nombre que el partido interesado proponía para su elección. Se juzgaba un derecho del afectado. Hasta el punto de que la ruptura de la convención la han tomado los socialistas como causa suficiente, aunque de incierto éxito, para elevar recurso al Constitucional. El incidente parece, pues, haber causado, si no una ruptura total de las relaciones, sí una sustancial modificación de sus contenidos. Cuál será el alcance final del desencuentro queda, sin embargo, como interrogante abierto.

En primer lugar, no se puede ignorar el carácter del principal protagonista. En contra de la idea que de ERC se tiene, el comportamiento de este partido a lo largo de estos cuarenta años de democracia, por no remontarnos a la II República, ha sido, dicho eufemísticamente, temperamental. Su asamblearismo ha derrocado liderazgos con frecuencia inusitada y por motivos no siempre comprensibles para el observador. Lo que en otros partidos es crisis en éste se ha hecho mera costumbre. La presidencia de Junqueras está demostrándose más estable. Pero tampoco a ella le han faltado corazonadas de no fácil comprensión. Los dos personajes más relevantes que ERC ha tenido en el Congreso estas legislaturas, Tardà y Rufián, son, cada uno en su género, dramático o bufo, buen ejemplo de la imprevisibilidad que caracteriza al partido. Todo es, por tanto, posible.

Por otra parte, la rivalidad que republicanos y neoconvergentes están librando desde las últimas elecciones autonómicas condiciona sus comportamientos. Es una lucha por la hegemonía soberanista en la que ERC tiene las de ganar y no puede, por tanto, arriesgar. El juicio que se celebra en el Supremo deja también sentir su propio peso y se suma a los demás condicionantes. Como consecuencia, los republicanos se encuentran maniatados hasta que se diriman, de un lado, el proceso judicial y, de otro, la relación de fuerzas soberanistas tras las próximas elecciones autonómicas.

En esta coyuntura, la posición que adopte ERC en la investidura de Sánchez no será, en ningún caso, definitiva. Quizá el candidato opte por arreglárselas sin el apoyo de los secesionistas. No sería mal arreglo. Ganaría en independencia y el ciclo de la moción de censura se habría dado por concluido. Pero, ocurra lo que ocurra, ni se habrá dicho la última palabra ni definido la relación para toda la legislatura. El diálogo se impondrá y ERC seguirá siendo el interlocutor, aunque, por mor de su inamistoso gesto, desde una posición más débil. Y, más allá de corazonadas y poses temperamentales, los republicanos se verán abocados a reconciliarse con una realidad cuyos límites, emitida la sentencia y celebradas las elecciones autonómicas, habrán quedado, entonces sí, definitivamente marcados.