IGNACIO CAMACHO-ABC

El poder siempre tiene un precio. Pero al transigir con el lazo, Sánchez no lo pagó con su orgullo, sino con el nuestro

Amuchos españoles les ha dolido o avergonzado que Pedro Sánchez recibiese a Torra sin darle trascendencia al lazo amarillo que lucía en su chaqueta. Un gesto provocador que en el lenguaje simbólico del separatismo significa que éste es un país con presos de conciencia en el que se reprime a la gente por expresar sus ideas, y que el golpe contra la Constitución del pasado octubre fue un ejercicio legítimo de soberanía propio de una sociedad abierta y moderna. Esa insignia insulta al poder judicial, a las instituciones democráticas y al conjunto del Estado al que el jefe del Gobierno representa, y por un mínimo de respeto a todo eso, su portador estaba obligado a dejarla en la puerta. Pero sobre todo era su anfitrión el que debió plantearle que la entrevista no se podía celebrar mientras el visitante no se quitase de la solapa el dichoso emblema, porque en ese momento Sánchez no ejercía en nombre propio ni de su partido, sino de España entera. Y existen en ella muchos ciudadanos, probablemente una amplia mayoría, que consideran ese lazo una ofensa.

Pero el presidente tragó –y nos hizo tragar– el agravio, como se lo había tragado antes el mismo Rey en los Juegos Mediterráneos. Aquella tarde, al menos, Torra estaba «en su casa», dicho en sentido lato, y en todo caso no se trataba de una sede oficial sino de un estadio. En la Moncloa, en cambio, el pin amarillo emitía un mensaje claro: era la primera condición para el diálogo. A partir de que el presidente la aceptó sin remilgos, tiene sólo relativa importancia lo que ambos hablasen en privado. La humillación había sido perpetrada y la democracia española rebajada, con la complacencia de su primer ministro, a la execrable condición de un régimen arbitrario.

En los sistemas de opinión pública son muy relevantes los símbolos. Sánchez no sólo lo sabe sino que los ha incorporado con eficacia a su lenguaje político. Sin embargo fue capaz de permanecer tres horas delante de Torra, con su destelleante reproche bien a la vista, sin darse por aludido; tal vez incluso se justifique a sí mismo pensando que un gobernante tiene la responsabilidad de suavizar conflictos. Porque ésa es –por ahora– su estrategia: marcar diferencias con el marianismo, cabalgar el tigre nacionalista durante todo el tiempo en que pueda mantener el equilibrio. Aun en la convicción de que el tigre, como lo demostró ayer prometiendo seguir con su proyecto de ruptura, acabará por volver a enseñar sus colmillos.

Pero ahora se trata de ganar tiempo. Tiempo de poder, cuya exigente lógica siempre cobra un precio. Sólo que al transigir con el alfiler golpista, al menoscabar la autoestima de la nación con su hiriente encogimiento, el presidente no abonó esa factura con su dignidad ni con su orgullo, sino con los nuestros. Con los de un pueblo que no se merece que sus dirigentes desprecien su razón ni sus sentimientos.