JON JUARISTI-ABC

La exigencia de la delación no favorece la certeza jurídica

TODAVÍA en los últimos años del pasado siglo se tendía a negar que el terrorismo de ETA fuera una guerra contra la democracia. El terrorismo era una cosa y la guerra otra muy distinta. La visión del problema empezó a cambiar tras el atentado contra las Torres Gemelas, cuando la administración estadounidense declaró encontrarse en guerra contra el terrorismo yihadista. Como sucedía en el caso de ETA, tampoco al-Qaeda tenía detrás un Estado, pero la «guerra contra el terrorismo» no era una metáfora. Ahora bien, en España la izquierda se negó a aceptar que fuera otra cosa, porque consideraba las invasiones de Afganistán e Irak como agresiones imperialistas contra países no beligerantes. En pocos años, el lenguaje ha cambiado (no sólo porque ISIS haya actuado desde una plataforma estatal o con pretensiones de serlo) y se reconoce ya la existencia de formas inéditas de guerra, como la llamada «guerra híbrida», que no implican siquiera acciones armadas convencionales.

En el terrorismo de ETA, como en otros surgidos por la misma época (en el de la extrema izquierda en Italia, por caso), se mezclaban rasgos clásicos de guerra civil, como el terror en las retaguardias, con otros propios de la Guerra Fría que libraban la Unión Soviética y las democracias liberales lideradas por los Estados Unidos a través de gobiernos y movimientos rebeldes de distinto signo. ETA obtuvo el apoyo de la URSS, desde finales de los años sesenta, por mediación de Cuba y de países «no alineados» como Argelia, donde no sólo se acogió a exilados de ETA, sino que además se les proporcionó ayuda económica y preparación para la actividad terrorista. Fueron policías y militares castristas quienes primero enseñaron a los etarras a fabricar coches bomba, aunque en la década siguiente perfeccionaran la técnica con antiguos terroristas argelinos.

La asimetría en la visión del problema condicionó su final. Para una buena parte de los etarras, que sí creían estar en guerra, el «proceso de paz» desembocó en un armisticio que suponía el alto el fuego, incluso un alto el fuego definitivo, pero no una rendición, porque nunca capitularon. En rigor, ETA no se ha rendido. Sigue pretendiendo negociar, a su modo y mediante el nacionalismo vasco en su conjunto , los asuntos pendientes, entre los cuales el de los presos es el más espinoso y el que más juego político puede dar aún a lo que podría llamarse la ETA-zombie.

Las asociaciones de víctimas, partiendo del supuesto de que ETA ha sido derrotada, exigen que la excarcelación de los terroristas presos pase por la colaboración de estos en el esclarecimiento de los crímenes de la banda todavía impunes. El pasado domingo, desde «El País», Patxo Unzueta se oponía al mantenimiento de esta condición, por considerarla lesiva para la dignidad humana de los reclusos. Coincido con Unzueta, aunque no por los mismos motivos. Lo ideal sería que los responsables directos o indirectos de los crímenes aún no aclarados se autoinculparan, pero esto no va a suceder. La dignidad humana de los etarras nunca ha llegado ni llegará a tanto. Por otra parte, la responsabilidad en los atentados alcanza de una forma u otra a todos los miembros de la organización. Se trata de una responsabilidad criminal corporativa, por lo que mantener la exigencia de la delación individual dividiría a los presos a medio o largo plazo, pero a costa de un caos jurídico. Los presos inculparían primero a sus muertos, y después a camaradas vivos, como sucede en los procesos de depuración al final de toda guerra civil. En el embrollo conseguirían zafarse los más cucos, no los menos culpables. Y los hechos a esclarecer quedarían más oscuros que antes.