PLÁCIDO FERNÁNDEZ-VIAGAS-EL MUNDO

Cuando se cumplen 80 años del fin de la Guerra Civil, y en vísperas del 14 de abril, el autor explica que el respeto a las reglas democráticas no caracterizó al periodo de la República y sería absurdo obviarlo.

EL ENSAYISTA Antony Beevor, al estudiar nuestra II República y la Guerra Civil, señaló que «constituyen probablemente el más convincente recuerdo de que la última palabra en materia histórica es imposible. La verdad absoluta acerca de un tema políticamente apasionado nunca puede ser conocida», pues nada puede ser escrito de una vez y para siempre. No es ninguna novedad, Nietzsche había dicho que «no hay hechos, sólo interpretaciones». Y lo cierto es que no deja de ser positivo buscar nuevos enfoques que contribuyan al debate intelectual y la determinación de la verdad, si es que fuera posible conseguirla. Así, con respecto a la II República, durante mucho tiempo todo parecía resuelto: el Alzamiento del 18 de julio no habría sido más que un golpe militar protagonizado por los sectores más reaccionarios de la sociedad española, aliados con movimientos fascistas europeos, contra la legalidad republicana. Lo que supone una verdad con bastantes matices.

La interpretación más ortodoxa lo describe como una clara sublevación contra un régimen democrático, y no es exactamente así. Casi nadie era demócrata en la España de 1931. Ni siquiera uno de nuestros más grandes filósofos, José Ortega y Gasset, que tan destacado papel tuvo en las Cortes Constituyentes y en la fundación de la Agrupación al Servicio de la República. Todo lo contrario, defendiendo a las minorías selectas, deslizó en 1929 en La rebelión de las masas ideas claramente elitistas: «Como las masas, por definición, no deben ni pueden dirigir su propia existencia, quiere decirse que Europa sufre ahora la más grave crisis que a pueblos, naciones, culturas cabe padecer». Es muy revelador, la población en su conjunto no estaría capacitada para ejercer el poder pues no tendría la suficiente formación.

En la España de la época, se podían contar con los dedos de la mano los partidarios del viejo liberalismo tan desprestigiado por los totalitarismos de izquierda y derecha. De hecho, los partidos republicanos, esencialmente Izquierda Republicana, Unión Republicana y Esquerra republicana, integrantes del Frente Popular que en febrero de 1936 ganó las elecciones, eran esencialmente jacobinos. Ni siquiera el símbolo de la II República, Azaña, era realmente un demócrata. Su personalidad encajaba mejor con el estilo de Robespierre. El jacobinismo era la ideología de los que defendían la máxima según la cual «no hay libertad para los enemigos de la libertad», tan propia de Saint Just. De hecho, es una forma de entender la política con enorme incidencia en la historia europea de los siglos XIX y XX, y que pretende evitar que los liberticidas se sirvan de los instrumentos del Estado de derecho.

Sin embargo, nadie podrá afirmar que los jacobinos sean demócratas, todo lo contrario. El mejor ejemplo es la Convención francesa de 1792 que implantó el reinado del Terror y de la sospecha. Y lo subrayamos porque sectores significativos de la burguesía, que aspiraron a consolidar en el periodo 1931-1939 un sistema de libertades en nuestro país, estaban influenciados por esa ideología. Consideraban enemigos del régimen a los partidos no estrictamente republicanos, sobre todo si no habían firmado el Pacto de San Sebastián. En distintos discursos, Azaña, probablemente el más capacitado intelectualmente de nuestros jefes de Estado en el siglo XX, defendió sin complejos el radicalismo: «No temáis que os llamen sectarios. Yo lo soy. Tengo la soberbia de ser ardientemente sectario, y en un país como éste, enseñado a huir de la verdad, a transigir con la injusticia, a refrenar el libre examen y a soportar la opresión, ¡qué mejor sectarismo que el de seguir la secta de la verdad, de la justicia y del progreso socia!».

El problema es que con esta mentalidad era imposible crear un régimen de consenso. Para los partidos republicanos de izquierda, firmantes del Frente Popular, la derecha monárquica, los agrarios y la CEDA eran enemigos del régimen. Y contra ellos todo era lícito. Lo que nos sirve para explicar el alcance de lo ocurrido en octubre de 1934 cuando entraron a formar parte del Gobierno tres ministros de la CEDA, organización política de inspiración cristiana y accidentalista con respecto a la forma de Estado, aunque corporativista y simpatizante de movimientos autoritarios como el de Dollfuss en Austria. Se trataba de Giménez Fernández, en la cartera de Agricultura, Angüera de Sojo, en Trabajo, y el abogado navarro Aizpún, en Justicia. Los tres formaban parte de la línea más moderada, podría decirse progresista de la organización.

Para Javier Tusell, se trataba de personalidades claramente republicanas y, en concreto, Giménez Fernández aparte de un demócrata convencido, «representaba en el terreno social la extrema izquierda de su partido». Lo interesante no es el desencadenamiento que provocó de la revolución de Asturias sino la actitud mantenida por las organizaciones estrictamente republicanas, defensoras de la legalidad. Así, un partido tan de orden como el Republicano Conservador, de Miguel Maura, publicó una nota del siguiente tenor: «Asistimos con tanta amargura como asombro a la entrega del régimen en las manos de quienes representan la negación de los postulados y principios del 14 de abril y rompemos toda solidaridad y trato con los órganos de un régimen desleal a sí mismo y a quienes por él lucharon victoriosamente».

En un sentido muy significativo, el Partido Republicano Federal señaló que estaba dispuesto a solidarizarse «con todos aquellos partidos que pretenden rescatar y aun superar el 14 de abril», con independencia de los medios que utilizasen se sobreentendía. Lo que era tanto como legitimar cualquier reacción, incluso la que tuvo lugar mediante la revolución de Asturias. ¿Qué podía justificar un rechazo de esta naturaleza? La respuesta es clara: la mentalidad de la clase política republicana que consideraba fuera del sistema a los que no hubiesen fundado el régimen. Azaña, en discurso del 17 de julio de 1931 había ya señalado: «La república es para todos los españoles. Todos los españoles, todos los ciudadanos, aunque no sean republicanos, están en la República amparados por la ley, pero la República ha de ser gobernada, pensada y dirigida por republicanos». El Gobierno no podía quedar en manos de los enemigos del régimen; «no lo permitiremos», advertía.

¿SE PUEDEcalificar como demócratas a quienes así se expresaban? No es posible obviar que la CEDA había ganado las elecciones de 1933; jurídicamente no existía ningún obstáculo para su entrada en el gabinete. Esta mentalidad es la que desgraciadamente llevó a la revolución de 1934. Sir Raymond Carr lo denunció expresamente: «La revolución de octubre es el origen inmediato de la Guerra Civil. La izquierda, sobre todo los socialistas, habían rechazado los procedimientos legales; el Gobierno contra el que se rebelaron estaba electoralmente justificado», añadiendo que «el argumento de que el señor Gil Robles intentaba traer el fascismo era a la vez hipócrita y demostradamente falso».

Los republicanos defendían la separación de la Iglesia y el Estado, la esencial igualdad de los hombres así como un orden social que mejorase la suerte de la clase obrera y eliminase la miseria en el campo, la liberación de la mujer, la generalización de la enseñanza y la identificación con los países más próximos de la Europa occidental. También es cierto que su intelectualidad, basta citar a Ramón J. Sender y Arturo Barea, llevó a nuestro país a uno de sus momentos culturalmente más brillantes. La España republicana es por tanto la nuestra, la de las libertades y el progreso. Es verdad, pero también es cierto que el respeto a las reglas democráticas no fue una de sus características y sería absurdo obviarlo. También que la represión que llevaron a cabo algunos de sus representantes durante la guerra civil tuvo idénticas características arbitrarias y crueles que la de los nacionalistas. La misma Clara Campoamor tuvo que refugiarse en Suiza amenazada por los anarquistas. En más de una ocasión, se ha señalado que nuestra historia a veces sólo despierta vergüenza y puede ser verdad. Si queremos ser honestos con nuestra memoria histórica así tendremos que reconocerlo.

Plácido Fernández-Viagas es doctor en Ciencias Políticas, magistrado y letrado de Asamblea Legislativa.