ABC-JON JUARISTI

En España, la tierra de Cervantes y Quevedo, el insulto es un arte en decadencia

LA presidenta del Congreso, Ana Pastor, furiosa por la frecuencia con que sus señorías se tachan mutuamente de golpistas o fascistas, ha amagado con eliminar las ocurrencias de tales epítetos del Diario de Sesiones, si bien todo ha quedado finalmente en que se registrarán entre claudátores o corchetes. Me parece una solución gazmoña y ridícula que sólo servirá para complicar la vida a los sufridos estenógrafos (estenógrafas en su mayoría). Habría merecido la pena, puestos a prohibir su mención directa, sustituirlos por emoticonos de sapos y culebras, para deleite de futuros investigadores de la historia parlamentaria, que podrían así dar rienda suelta a la parte verbal más guarra y reprimida de su imaginación.

Más absurdo aún es el hecho de que Ana Pastor se ofenda porque algunos diputados (¿o todos?) la motejen por lo bajinis de «institutriz». ¿Desde cuándo «institutriz» es una injuria? Pese a las eruditas elucubraciones al respecto de la lingüista Lola Pons en «El País», el estereotipo literario de la institutriz no tiene que ver con el machismo, aunque en España arrastre connotaciones de anglofobia, como la Miss Nelly de Elena Fortún o las del Neguri de Sánchez Mazas (curiosamente, la institutriz literaria más real de aquel Neguri, la novelista Kate O’Brien, la de los Areiza, era irlandesa, no inglesa). En fin, Pons confunde institutrices con niñeras y mezcla a Mary Poppins con la señorita Rottenmeier (ambas, por cierto, son criaturas de sendas autoras, Travers y Spyri). ¿Se ofendería Ana Pastor si la llamaran Ana Poppins?

En España, el insulto es un arte en decadencia, como todo, desde el Siglo de Oro. El último gran artista del insulto fue Baroja, al que mi amigo Mariano Zabía, en su gran ensayo barojiano recién aparecido («La sensación de lo ético», Pamplona, Ipso, 2018) compara, en lo que a esta materia se refiere, con el Capitán Archibald Haddock de las aventuras de Tintín. Sobre Haddock, por cierto, cayó el estigma de que imitaba el estilo injurioso del Céline antisemita de «Bagatelles pour un massacre». Lo que más se acerca al abigarrado estilo de Haddock en la España actual es el de Jiménez Losantos, que a veces roza lo sublime, como cuando afirma que los socialistas «estafan como beduinos sedientos». Haddock es una fuente inagotable de inspiración para quien desee especializarse en el género. De uno de sus ejemplos más conmovedores, «cretino de los Alpes», dirigido a Tornasol en «El tesoro de Rackham el Rojo», ha derivado Antoine de Baecque su magistral «Histoire des crétins des Alpes» (París, Vuibert, 2018), altamente recomendable. Otro que recurría a menudo al mismo insulto era Federico Krutwig (1921-1998), ideólogo de ETA que montó un movimiento separatista en Val de Aosta, región pródiga en cretinos con bocio. Krutwig, por cierto, mantuvo correspondencia en alemán (lengua de su familia) con Carl Schmitt. Ambos estaban casados con serbias. Hay una fotografía del Krutwig adolescente en pantalones de golf, tomada en Dusseldorf, en la que parece la viva estampa de Tintín, mucho más que León Degrelle en sus postureos tintinescos de adulto inmaduro. Como Schmitt y Julien Freund, Krutwig pensaba que sin un enemigo mortal no hay política que valga. Yo también lo creo, pese a Krutwig, y creo que en España, afortunadamente, vuelve a imponerse la evidencia de que siempre hay enemigos que no te dejarán cultivar tu jardín en paz, como espetó Julien Freund a un melifluo Jean Hyppolite. Tan blanducho, el sedicente hegeliano, como estas señoras de la derecha que piensan que todos tenemos que ser amiguitos y amiguitas. En esto, deberían aprender algo de las Portavozas.