Cristian Campos-El Español

Los coches de más de quince años de antigüedad eran en 2005 el 4% del total en España. En 2024 son el 42%. La marca más vendida hoy en España es Dacia, la misma que en Marruecos, Moldavia, Rumanía, Bulgaria y Bosnia. Aunque la mayor parte de los Dacia españoles ni siquiera son nuevos. Porque los coches españoles ya no van al desguace a los quince años, como era habitual hace dos décadas, sino a los veinte.

Un dato más. Por las carreteras de España circulan todavía hoy cinco millones de coches con matrícula provincial. Fósiles de otra época, comprados en pesetas, y que sobreviven en 2024 escondidos en carreteras provinciales, ocultos a los ojos de la Agrupación de Tráfico de la Guardia Civil y sin pasar por la ITV.

Pocos españoles son conscientes de que el parque automovilístico español rivaliza hoy con el norteafricano, como habrá comprobado cualquiera que haya viajado por Francia, Italia o Alemania, no digamos ya por Suiza o Luxemburgo, y haya visto los coches que gasta la clase media de esos países con los que compartimos continente, pero poco más.

¿Los buenos coches que pueden verse por la M-30? Renting de empresa o propiedad de extranjeros en su mayoría.

La transición energética, el mayor ejercicio de ingeniería social de la historia desde el comunismo, tiene el 50% de la culpa. La idea de que un ciudadano que se compró un Ford Focus diésel por aproximadamente 14.000 euros en 2008, el coche más vendido ese año en España, vaya a cambiarlo hoy por un Ford Focus eléctrico de más de 40.000 euros sólo podría ocurrírsele a un burócrata de Bruselas o a un economista de esos que nunca ha pagado una nómina. La universidad produce hoy a tanto cateto desconectado de la realidad que para darles salida ha habido que ponerlos a salvar el planeta ante su incapacidad de cuadrar el balance de una simple zapatería.

El otro 50% de la culpa es endógeno y tiene que ver con el proyecto de destrucción de la riqueza nacional emprendida por el PSOE de Zapatero, continuada por el PP de Rajoy, y culminada hoy por el PSOE de Sánchez. España gasta ya en salarios públicos un 45% más que Alemania y un 15% más que la Eurozona, mientras los salarios privados llevan dieciséis años perdiendo poder adquisitivo. Y eso después de incluir en el análisis el dopaje de los salarios públicos, inflados muy por encima de su valor real de mercado.

Los debates políticos en España son en consecuencia de vuelo gallináceo. «El Ingreso Mínimo Vital llega en agosto a 649.443 hogares en los que conviven más de 1,9 millones de personas» decía la Moncloa hace un mes, vanagloriándose del elevado número de pobres que viven ya del resto de los españoles gracias al Gobierno de progreso.

Ahí es nada alegrarse de la cada vez mayor cantidad de gente que vive de las ayudas del Estado. En España ya hay trece millones de personas en riesgo de exclusión social. Que todos ellos reciban limosna de algún tipo es un gran éxito del progresismo. A ver cuando llegamos a los 47,78 millones de españoles pobres. Eso sería el progreso máximo.

Ayer se habló en España, por ejemplo, de la semana laboral de cuatro días. Y eso cuando nuestra productividad es notablemente inferior a la media europea (53 dólares/hora en España por 61 en la UE) y sigue en descenso mientras sube en el resto del continente. El PP ya ha dicho que la idea le parece buena, que sólo hay que repartir las horas. La gran idea de nuestra derecha nacional es que el español que no produce trabaje una hora más entre lunes y jueves para ahorrarse ir el viernes a la oficina. No se había visto una innovación tal en el mundo de la empresa desde Henry Ford y su producción en masa.

En los medios, una buena parte de las noticias giran alrededor de esa nueva cultura de la pobreza en la que nos estamos cociendo sin darnos cuenta, como la rana de la fábula.

Un ejemplo. España es el país europeo que más marcas blancas consume. Y subiendo. En 2024, el consumo de productos baratos se ha incrementado un 7% con respecto a 2023. Así que las noticias más leídas en los digitales son siempre las de las ofertas de los supermercados. «La pizza que arrasa por sólo dos euros en la cadena X». «La aspiradora que lo revienta en los supermercados Z por sólo veinte euros». «La marca de congelados preferida por quienes sólo ganan seiscientos euros al mes». «Comer yogures caducados no es peligroso si levantas la tapa y el olor no mata a tu gato». «Cómo ahorrarte tres euros en la factura del agua duchándote con el agua de fregar».

Noticias para pordioseros. Y al lado, en las secciones «serias», tenemos a tipos diciendo que Elon Musk es un cantamañanas. Que no ha inventado nada. Que ese tío que anda poniendo cohetes en el espacio, el de X y Tesla y SpaceX, es un bluff. El que se entera es él, Francisco Carraspas Paluegos, profesor del máster en Sostenibilidad Empresarial Cooperativa y Decrecimiento Ético Global de la Universidad de Barcelona.

Más. El sueldo medio de un director en España es de poco más de 59.478 euros. El salario modal, es decir el más frecuente, es de 14.586 euros. En Irlanda, el «paraíso neoliberal», ese salario modal es de 37.000 euros. 22.000 euros más.

Lo pongo de otra manera: un irlandés = dos tiesos y medio españoles.

Ayer, cientos de españoles celebraban en las redes sociales la noticia de que el salario modal esté cada vez más cerca del salario mínimo. Para ellos, el hecho de que ambos sean casi iguales es una buena noticia. No saben que cuanto más se aproxime el salario mínimo al modal, más empleo se destruirá.

Es muy sencillo de entender. Si el Gobierno obliga a las empresas a pagar a los jóvenes por encima de lo que estos son capaces de producir, serán despedidos. No hay más.

La igualdad ratonil por abajo es la felicidad del tieso. Acostumbrado a vivir en el nivel de mera supervivencia, cualquier migaja del gobierno le parece al gusarapo español una señal de progreso. Un bonobús, una paga para videojuegos o la noticia de que se limitará el precio de los alquileres. Una de esas medidas que convertirá en imposible que los jóvenes consigan un piso no ya en Malasaña, sino en Batán.

Al final, uno tiene lo que vota.

Yo soy catalán y me conozco de memoria las señales de decadencia de una sociedad porque las he visto frente a mis narices. Por suerte, vivo en Madrid, donde gobierna la única política española con dos dedos de frente y que conoce la relación directa existente entre libertad económica y riqueza. Aun así, veremos si Madrid resiste el tirón de ese maelstrom de la pobreza que se está tragando al resto del país.

Pero las señales son ya visibles a simple vista a poco que no te hayan educado en un corral. El perfume modal en las calles es L’Eau d’Issey, un perfume lanzado hace treinta años y que hoy se vende por menos de treinta euros. El segundo, Dior Sauvage, uno de esos que está perpetuamente de oferta y que te venden en cofres con desodorante, espuma de afeitar y desatascador de tuberías de regalo. No son malos perfumes. De hecho, son buenos perfumes. Pero son perfumes para tiesos.

Las zapatillas más vendidas en España son unas Skechers de treinta y cinco euros.

Los relojes más vendidos son los mismos Casio digitales con correa de goma que llevábamos los niños en los años ochenta. Los niños. Hoy los llevan los adultos.

Al Congreso los diputados van con trajes tres tallas grandes o en camiseta. Ni combinar los colores de la chaqueta con la corbata saben, una de esas habilidades que uno sólo aprende cuando su sociedad valora la belleza para algo más que para tirarle una lata de sopa encima al grito de «¡FUTURO VEGETAL!».

Aunque, total, ¿para qué esforzarse más, en el caso de que puedas permitírtelo, si no va a reconocerlo nadie más allá de una selecta élite de muy cafeteros? El problema del español no es ya que no pueda permitirse el nivel de vida de la clase media europea, sino que ni siquiera tiene la posibilidad de ver ese nivel a su alrededor: el español medio vive en una burbuja de estrechez arrastrada que ha asumido como «lo normal».

Y hablo sólo de lo superficial porque eso de tener un coche propio, un piso no compartido con media docena de colgados cuarentones más o un sueldo capaz de mantener una familia formada por algo más que un gato y dos cactus es pura ciencia ficción.

Cuando Garamendi pidió esta semana que los españoles cobren su nómina íntegra para que sean conscientes de cuánto les paga realmente su empresa y cuánto dinero les arrebata el Gobierno cada mes, y que luego Hacienda les quite ese dinero directamente de su cuenta, miles de tiesos españoles se le echaron encima en las redes sociales. «¿Se cree que no sabemos leer una nómina?» decían.

Yo no tengo ninguna duda de que no saben leerla. Pero todavía estoy más convencido aún de que no quieren entenderla. Prefieren ignorar que esa limosna que reciben del Estado en forma de unos servicios públicos cada vez más raquíticos es sólo una pequeña parte del dinero que se les roba cada mes de su nómina.

Pero son esclavos voluntarios y piden más. Ahí, con su Dacia Sandero, sus zapatillas de treinta euros, su perfume de supermercado para los días de fiesta, su cerveza y su móvil pagado a plazos. Les invitas a una copa y se piden un combinado con Coca-Cola porque eso es todo lo que conocen. Son los nuevos pobres del siglo XXI. Tan pobres como los del XIX, pero con mucha menos dignidad: estos se arrastran frente al cacique.