Cristina Losada-Libertad Digital

Una docena de intelectuales de izquierdas ha firmado un manifiesto que reclama un acuerdo entre fuerzas constitucionales a fin de formar Gobierno, y rechaza los pactos con populismos y nacionalismos identitarios. Los firmantes, entre los que están Francesc de Carreras, Fernando Savater, Félix Ovejero, César Antonio Molina, Teresa Freixes, José María Múgica, Antonio Robles y Teo Uriarte, presentan el texto desde sus «posiciones de izquierda y progresistas», establecen en el primer punto que la Constitución de 1978 es «nuestra casa común» y no deslizan, en ningún momento, el merengue sentimental que ocupa el lugar de la política y las ideas en el habitual manifiesto de abajofirmantes de izquierdas.

Ese es el problema. Uno de ellos. Suscribir la Constitución ya le rechinará al izquierdista de nueva hornada –aunque los hay de todas las edades–. Pero evitar el tono de intensa indignación y ultraje, no anunciar un inminente apocalipsis, rehuir la adjetivación recalentada y no hablar con el corazón en la mano, no es que le rechine, es que no lo reconoce. No lo reconoce como un lenguaje de izquierdas. Cómo lo va a reconocer si a lo que está acostumbrado es a que sus referentes intelectuales escriban que «los valores de la dignidad humana están ardiendo en la noche democrática». A que castiguen retóricamente –siempre y sólo retóricamente– a los «poderes económicos salvajes». O a que los llamen a «llenar las urnas de bondad democrática».

Estas citas son de un manifiesto reciente. El de cuarenta artistas (Almodóvar, Sabina, Ana Belén, Carlos Bardem, etc.) llamando a votar a «la izquierda» en las últimas generales. Aunque nada como el título de aquel manifiesto, que firmaron más o menos los mismos hace once años, pidiendo el voto para Zapatero: En defensa de la alegría. Frente el estilo oscura noche en llamas, el de 2008 era más coros y danzas. Pero la cuestión sigue ahí. Quien vea a la izquierda en aquellos manifiestos no podrá verla y reconocerla en el de Savater y compañía. Para empezar, es un texto. Un texto político. Y la izquierda reconocida ya no produce textos, sino sentimentalidad. Sentimiento y resentimiento.

Savater, Carreras, Ovejero, Robles, Uriarte, Múgica… Hace diez o quince o veinte años, nadie hubiera dudado de su condición de intelectuales de izquierdas. O progresistas. Pero ahora los intelectuales de izquierdas son otros, muy distintos y distantes. Distantes también del trabajo intelectual. Son los artistas, el «mundo de la cultura», al que en tiempos del PCE ponían como aliado de las «fuerzas del trabajo». Hoy esa ficción es innecesaria, basta con la suya. Es Anabel Alonso repartiendo estopa en Twitter. Es Marta Flich, la antifranquista improbable. Es, por supuesto, el Wyoming, ya un clásico, como Engels. Son Ferreras y la Pastor. Y los tertulianos que suben y bajan en la escala de la izquierda, según la audiencia o qué sé yo.

Savater y el resto de firmantes están fuera de la izquierda reconocida y reconocible por las audiencias mediáticas. Esto significa que su manifiesto tendrá una difusión muy limitada en los medios de izquierdas. Y que aquellos que se la den, porque no quede otra, evitarán poner que son «de izquierdas» en el titular correspondiente. No vayan a pensar lectores o espectadores que cuanto dicen en su manifiesto es realmente de izquierdas. ¡No pactar con los nacionalistas! ¡Tampoco con Podemos! ¡Un acuerdo entre fuerzas constitucionales! ¡Nuestra Constitución «merece ser defendida»! ¡Los «españoles como comunidad de personas libres e iguales»! Todo esto son herejías para la izquierda reconocida. Herejías derechistas. Despreciables. Igual que sus autores, de los que poco o nada saben y a los que tacharán de vendidos o traidores. Porque es imposible que los reconozca y pueda reconocerlos una izquierda que ha perdido el conocimiento.