J. M. RUIZ SOROA-El Correo

La sociedad vivió el chantaje de ETA a los empresarios como un caos moral, con muy pocos islotes de dignidad exigente. Ahora, a toro pasado, todos se felicitan y aplauden

La verdad es que hubo de todo. En aquella época ominosa que tan rápido hemos echado al olvido, la del terrorismo y la extorsión a los empresarios y profesionales, hubo conductas para todos los gustos. José Legasa Zubiría, un pequeño empresario de Irún, denunció en 1976 a la policía francesa el chantaje de que era objeto, colaboró con ella para tender una trampa al extorsionador Aya Zulaica, y se personó en el juicio celebrado en Francia para acusarle y lograr su condena. Una conducta insólita de una persona que hizo una lectura también insólita de su ciudadanía. Fue asesinado a los dos años y, probablemente, la lectura social más generalizada de su conducta fue, entonces, la de que era un loco o un idiota. ¿Fue un héroe? Quizá sí, pero un héroe a destiempo y a contracorriente.

Hubo de todo, y cada uno tuvo que lidiar desde su conciencia con el dilema moral entre salvar la propia vida, o la propia integridad física, o el buen nombre en el pueblo, por un lado, y el hecho cierto de que esa contribución que se le exigía coactivamente era para matar mejor, para matar a más inocentes. La propia seguridad, o la propia tranquilidad, es un deseo imperioso para cualquiera, pero hacerlo proporcionando a los asesinos los medios para matar a otros es algo que introduce en la ecuación decisoria una dificultad terrible. Unos cedieron al miedo o a la angustia, otros no. Hubo también quienes corrieron a pagar el chantaje antes incluso de que se lo pidieran, los papeles de ETA lo acreditan. La mayoría, a lo que resulta, no cedieron al chantaje, pero los que pagaron fueron suficientes para financiar el terrorismo que, por otro lado, fue bastante económico. Barato incluso, comparado con otros europeos como el IRA.

¿Y el Derecho? ¿Qué hicieron los representantes de la normatividad jurídica ante la situación de chantaje generalizado que se vivía en el País Vasco y Navarra? ¿Qué dijeron jueces, policías o autoridades públicas de toda clase? ¿Qué orientación o guía de conducta impusieron o sugirieron a los chantajeados? En la recientemente publicada obra colectiva sobre el asunto (‘La bolsa y la vida’, La Esfera de los Libros, 2018) se relata y contextualiza la respuesta del Derecho a la extorsión, o mejor, el silencio del Derecho ante la extorsión. Porque eso es lo que hubo, silencio.

En 2012 (¡nada menos que en 2012!) se celebró por vez primera en España un juicio contra dos empresarios acusados de haber cedido al chantaje con demasiada facilidad y posible complicidad. El Tribunal Supremo, que les absolvió, llamó la atención sobre tan anómalo hecho, el de que nunca en los más de cuarenta años transcurridos bajo el terrorismo, se hubiera juzgado a nadie para determinar si su cesión económica había estado justificada por las circunstancias o no, si era culpable o no de un delito de colaboración al haber financiado al terrorismo o no. Porque de acuerdo con el Derecho vigente, aportar fondos a la organización terrorista, por mucho que se hiciera bajo amenaza, constituía objetivamente un delito de financiación al terrorismo. Otra cosa era que, según los casos, concurriera en los hechos una excusa absolutoria como el miedo insuperable o la inexigibilidad de otra conducta, algo que habría de ser comprobado por los tribunales atendiendo a las circunstancias concurrentes salvo en casos patentes como los de secuestro.

Pero no fue así: policías y jueces, autoridades y abogados, coincidieron unánimes en mirar para otro lado, en asumir como principio apriorístico la idea de que cada uno podía buscarse la vida como prefiriera, que era una decisión personal sobre la que no existía regla ni ley. Incluso en aquellos casos en que los archivos incautados a la banda (Sokoa, Bidart) demostraron fehacientemente que muchas personas con nombre y apellido habían contribuido y seguían contribuyendo, los jueces prefirieron sobreseer cualesquiera procesos y dejar el juicio sobre la conducta de cada quien en la nebulosa. Para muchos, con estimable opinión, esta conducta de las autoridades sólo merece aplauso, porque atendió antes a la prudencia que a la letra implacable de la ley. Si el Estado no podía garantizar a nadie su seguridad, ni siquiera a sus servidores, más valía no atosigar a los chantajeados con posibles sanciones penales. Sería el colmo de la victimación. Otros observan que, sin embargo, abdicar de la aplicación de las leyes hizo que la amenaza de la sanción no pesara para nada en el ánimo de los chantajeados a la hora de decidir entre pagar o no, en definitiva, que esta prudencia se lo puso muy fácil a ETA y, al final, coadyuvó a su permanencia prolongada.

Lo que en cualquier caso es cierto es que la sociedad vivió el chantaje sumida en el más absoluto desconcierto, porque careció en todo momento de una guía o criterio de autoridad sobre la conducta a seguir. No es que no hubiera criterio, es que ni siquiera hubo debate público digno de tal nombre. A veces, ocasionalmente, una autoridad decía que no había que ceder, que eso era delito. Inmediatamente otras le quitaban la razón y decían que había que ser comprensivos. Unos decían críticamente que los cocineros habían pagado, otros les montaban homenajes de desagravio. Lo que se vivió fue el caos moral y el desconcierto social, con muy pocos islotes de dignidad exigente. Ahora, a toro pasado, todos se felicitan y aplauden, todos se homenajean. La sociedad se absuelve a sí misma, es lo normal y lo más sano para la cohesión. Dicen. Aunque, allá en el baúl de los años obscuros, el insólito José Lagasa destella una y otra vez como una luz escondida pero no apagada.