FÉLIX OVEJERO-EL MUNDO

En octubre de 2017 sucedieron dos cosas importantes en mi vida. La segunda de ellas fue tomar la palabra en una de las mayores manifestaciones democráticas de nuestro país. Cientos de miles de españoles, catalanes en su mayoría, salieron a la calle para defender la Constitución. Fue algo más que una manifestación. Aquel día muchos españoles descubrieron que había una Cataluña bien distinta a la recreada por el nacionalismo y aceptada por los medios. También lo descubrieron con perplejidad muchos nacionalistas hasta entonces convencidos del cuento de «un sol poble».

De entre las muchas imágenes que conservo de aquel día hay una que, cuando la evoco, infaliblemente me garantiza la sonrisa: Miquel Iceta, en primera línea, superando las vallas, casi encaramándose a la tribuna. Eso sucedía un 29 de octubre. Apenas tres semanas antes el PSC se había negado a sumarse a la primera manifestación constitucionalista. Los vientos habían cambiado y allí estaba Iceta, como Chaplin con su bandera, en la famosa secuencia de Tiempos modernos.

Nada nuevo en el PSC. Ahí está el simulacro de argumento utilizado para defender la inmersión lingüística: la defendemos porque hay consenso entre los partidos. Sostienen su punto de vista en el punto de vista de los demás. Nosotros estamos de acuerdo porque los demás están de acuerdo. Un disparate. Con ese guion, bastaría con que dos, los primeros, sostuvieran una opinión para que, al rato, todos la compartieran.

Cabría pensar que estamos ante un ejemplo de populismo. Vicente dispuesto a encabezar a la gente. Pero hay algo más, hay un norte político. Un norte que explica que, en su día, el PSC pasase de defender el bilingüismo, «así como el derecho de los padres a elegir la lengua con la que quieren educar a sus hijos en las primeras etapas educativas» (Raimon Obiols, Abc, 13/10/94), a invocar el cochambroso argumento del consenso. El mismo norte que permite entender que Iceta no se sumara a la primera manifestación de octubre, antes de conocer cuántos asistirían, la que realmente tasaba las convicciones. Sencillamente, el PSC asume la bondad de ofrecer una salida al nacionalismo y a su mentira fundacional: la construcción de la identidad nacional.

La calidad mentirosa del nacionalismo es consustancial: presenta como objetivo a conseguir lo que, a la vez, da por natural. Por definición, la identidad se tiene, en la identidad se está; no se construye o se persigue. Convertir algo en un proyecto es reconocer que ese algo no existe. Aspirar a construir la nación es negar la nación que se invoca.

Pero para quien, como el PSC, asume que el nacionalismo no es un proyecto político a batir sino a satisfacer, las inconsistencias no son un problema. Su reto es dar curso al trastorno, normalizarlo. No lo asume como lo que es, como una locura reaccionaria, sino como un proyecto cuyos objetivos deben ser aceptados por los demás. Si lo dudan, recuerden las recientes declaraciones de Iceta a Berria en las que echaba cuentas del tiempo que los españoles necesitarían para digerir el despropósito de que un 9% de españoles (ese 65% de catalanes que cifraba como suficientes para plantear el referéndum) pudiera decidir privar de los derechos de ciudadanía a los españoles en una parte de su país.

No descuiden el supuesto de fondo: para Iceta las opiniones que deben modificarse no son las de quienes erosionan los mimbres de la comunidad política, sino las de quienes defienden la igualdad entre los ciudadanos. El objetivo no es desmontar el nacionalismo, sino la resistencia al nacionalismo.

Y no me digan que las consideraciones de Iceta son irrelevantes. EL PSC escribe hoy el guion catalán del PSOE. Tampoco que se trata de un descuido. Miquel Iceta y en una entrevista: cualquier cosa menos un despiste. Un globo sonda.