Ignacio es nuestro nombre

EL MUNDO 09/06/17
JORGE BUSTOS

EL PELIGRO de afirmar que Ignacio Echeverría es un héroe consiste en que lo aleja demasiado de nosotros, los comunes. Héroe lo llama la izquierda y héroe la derecha, y esa rara unanimidad española quizá no responda sin más a la admiración que cosechan los seres extraordinarios, sino también al deseo inconfesable de exculpar la cobardía de los demás. Ante el hombre que lleva a cabo una acción heroica decimos: «Es que es un héroe». Y nos quedamos más tranquilos: nosotros ya no tenemos por qué serlo porque no estamos hechos de la misma pasta.

Pero Ignacio no es un héroe porque estuviera labrado en madera noble, porque naciera bueno o recibiera una educación esmerada. Todo eso facilita la excelencia moral, pero no es suficiente para enfrentarse a tres yihadistas armado de un monopatín y unos cojones como los de un victorino, si se me tolera el despatarre. El heroísmo indefectible, ese que se supone que resulta necesariamente de la suma de genética, virtud y valor, ya no sería heroísmo. La ecuación áurea requiere todavía de otras dos variables más: la libertad y la razón. Un héroe es alguien que, aun en décimas de segundo, toma libre y conscientemente la decisión de contradecir el primer instinto del animal humano, que como en cualquier otro animal es sobrevivir, por preferir la supervivencia de otro.

Lo cierto es que el sábado Ignacio Echeverría no tenía pensado morir en absoluto. Tenía pensado ir a patinar con sus amigos y volver a su casa, y seguir patinando en los fines de semana venideros, y en verano hacer surf en la playa de Gerra con su amigo Guille. No son los planes propios de un héroe, del arquetipo mental con capa al que atribuimos esa condición. Pero volviendo de patinar se encontró a un terrorista islámico acuchillando a una mujer. La gente corría para huir de esa escena, pero él corrió en la dirección contraria. El héroe ha de ser racional: afirma su descabellada postura porque atiende al argumento que le dice que esa mujer, a la que no conoce, merece sin embargo su ayuda. A la fuente interior de tales sugerencias hubo un tiempo en que se le llamó conciencia. Es una voz insidiosa que a menudo nos aguijonea en las horas finales del día, cuando la cabeza ya descansa sobre la almohada. Casi todos la tienen; la mayoría negocia con ella; muy pocos, poquísimos, la sirven.

Nuestra civilización ofrece varios paradigmas de heroísmo. Los griegos crearon la figura del héroe trágico, pelele de un destino adverso contra el que lucha inútilmente. En mitad de la agonía yergue su lucidez terminal y gana la reverencia de los mortales. Los románticos, por su parte, cantaron al rebelde solitario que desafía las convenciones y paga por ello, pero salva la memoria de su yo irreductible. Más tarde llegaron los existencialistas, para quienes el hombre está condenado a la libertad de elegir en qué infierno quiere arder, y en él arde con un coraje absurdo. Y por último está el héroe cristiano, el que a imitación de su Maestro da la vida por los demás porque está convencido de que todo prójimo es su hermano y todo acto de amor es visto por su Padre. Ignacio Echeverría era de estos últimos. Pero no murió como el cruzado que ven los fanáticos mahometanos. Ellos querrían establecer una simetría religiosa que perpetuase la guerra santa, pero los lobos nunca podrán compararse con los perros pastores. Ignacio es un héroe no solo porque salvó vidas, sino porque con su acto salvó nuestra civilización.