Fernando Savater-El País

El raciocinio y la palabra son emblemas orgullosos de lo humano, a los que no podemos renunciar sin anularnos

Al hablar de imbecilidad, tenemos siempre que hacerlo en primera persona del plural. ¿Imbéciles? Me too… Los animales aciertan por instinto, el superhombre (cuando llegue) nunca fallará en su esplendor: cojeando entre ambos extremos, el simple humano hace diana o falla el tiro sin saber nunca su puntuación definitiva. Eso es lo malo: el mismo que da muestras de talento incurre al momento en una estupidez desoladora. Y ello trae malas consecuencias: reparen, sin ir más lejos, en la historia de la humanidad. Tal es el aviso de Maurizio Ferraris en La imbecilidad es cosa seria(Alianza), donde define esta enfermedad endémica en nuestra especie —un mal derivado del desempeño racional, igual que la silicosis acompaña la minería— como “ceguera, indiferencia u hostilidad a los valores cognitivos, más extendida entre quienes tienen ambiciones intelectuales”. Que se adapta a la época: De Maistre demostró que el venerado Francis Bacon, inventor del método experimental y mentor de ilustrados como Kant, no ahorró en bobadas, igual que ahora los neurocientíficos cuando hablan del libre albedrío o el divorcio. Sobre las mujeres los varones ilustres han disparatado a gusto, negándoles el alma o el número de sus dientes (Aristóteles) hasta que ellas se han desquitado asegurando que el coito es una violación (Andrea Dworkin) o que la elección de De Guindos es un ultraje al género femenino (Margarita Robles). Y así todo.