IGNACIO CAMACHO-ABC

El Gobierno no puede alterar la inmersión lingüística con el 155 pero sí acatar las sentencias que han quedado en el limbo

QUE sí, que se nos fue la mano. O más bien se nos fue de las manos. O ambas cosas. El Estado permitió que los estatutos autonómicos desplegasen al máximo las competencias descentralizadoras y acabó por perder el control de funciones esenciales como la de la educación. Así lo ha certificado el Tribunal Constitucional en su sentencia sobre la Ley Wert y así lo acaba de reconocer en ABC el ministro Méndez de Vigo, aunque el tono resignado de sus declaraciones delata, más que aflicción, un cierto alivio por ahorrarse un conflicto. No es la enseñanza la única víctima de esta centrifugación administrativa que desarma a la nación y desatornilla su arquitectura política: la doctrina del TC tiene establecido que hasta la gestión de los parques «nacionales», contra su propia lógica nominal, corresponde a las autonomías. El modelo territorial ha federalizado el país en una dirección unilateral que contradice la verdadera dimensión del espíritu federalista, cuyo sentido completo incluye la definición de cometidos estatales básicos para mantener un ámbito primordial de jerarquía.

Cuando se derrama un cubo es imposible recoger toda el agua. Incluso en el improbable caso de que España replantease su estructura de poder con el fin de embridar los evidentes excesos, para lo que estamos a años luz del imprescindible consenso, resultaría inviable la recuperación de un equilibrio competencial razonable. La dispersión propiciada por la avidez nacionalista ha ido demasiado lejos y sólo las comunidades podrían renunciar de forma voluntaria a algunas atribuciones, que naturalmente serían las de administración más compleja y peor funcionamiento. Es tarde para reconducir los privilegios ya concedidos, pero esa amarga constatación no justifica la pasividad o el conformismo de ningún Gobierno.

En el caso de la inmersión lingüística –que no cabe reprochar sólo al nacionalismo porque la última tuerca la apretó el PSC al frente del tripartito–, la ley respalda las facultades de la Generalitat para implantar su criterio. Así está dictaminado sin otro remedio. Lo que de ninguna manera ampara es que las sentencias judiciales sean desoídas, ignoradas o desobedecidas sin el menor respeto. Cuando el propio Tribunal Superior catalán fijó las horas mínimas de castellano en la escuela, Francesc Homs dijo que no moverían «ni una coma» con ribetes de recochineo. Y eso han hecho: carcajearse de las familias que reclamaron y obtuvieron la garantía tutelar de sus derechos.

Sucede que ahora es el Gobierno de España el que toma las decisiones ejecutivas en Cataluña en virtud del artículo 155. Y por tanto tiene a su alcance el acatamiento de las resoluciones que han quedado en el limbo. No se trata de una cuestión voluntaria sino de un imperativo legal y moral, jurídico y político. Y a día de hoy, siquiera a título testimonial o simbólico, está por cumplir ese compromiso.