Manuel Montero-El Correo

Resulta una tomadura de pelo que los secesionistas se hagan los sorprendidos porque sean condenados y no absueltos.¿No sabían lo que se traían entre manos?

El prolegómeno más inquietante de la Semana Crítica del independentismo catalán fue la fotografía de Quim Torra en su despacho el 12 de octubre, para demostrar que incumple las fiestas nacionales españolas, aparentando una actividad de aire intelectual u oficinesco que no encaja con su imagen de Honorable trabucaire. El año pasado se hizo otra foto parecida. ¿Sólo pasa por su despacho los 12 de octubre? Habitualmente luce la estampa antagónica, siempre en grado de excitación ideológica, arengando, amenazando, todo lo contrario del dirigente que se sienta a pensar pros y contras.

Serán reales, pero las fotos de Torra los 12 de octubre constituyen una falsificación histórica. No desvelan la realidad, sino que la deconstruyen.

A la imagen acompañó la advertencia de que llegaba una semana trascendental para el ‘procés’. Esta vez todos los autores están de acuerdo: la sentencia y la reacción marcarán la evolución del independentismo.

Todo ello ha sido calificado de histórico.

Esta vez resulta correcto el calificativo, pero le perjudica que sea una constante: el tránsito del independentismo catalán por este valle de lágrimas está lleno de momentos históricos. Los llamaron así sus mentores, al anunciar aquellas grandes manifestaciones con esteladas, el referéndum del 9 de noviembre, las leyes de desconexión, el 1 de octubre glorioso, la proclamación de independencia… Por eso el calificativo llega desgastado.

El calificativo de histórico suele ser anterior al acontecimiento. Contraviene así la característica fundamental que suelen tener las fechas históricas: que suelen llegar por sorpresa; o adquieren un desarrollo distinto al previsto, dándole un significado antes inimaginable; y cambian el panorama, marcando un antes y un después. Nadie dijo «mañana 14 de julio tomamos la Bastilla y hundimos el Antiguo Régimen». Simplemente sucedió.

Los hechos históricos cambian la historia o simbolizan cambios transcendentales.

En el ‘procés’ catalán constantemente están en la dimensión trascendente a la que dan el nombre de historia. ‘Els Segadors’ ha dejado de ser un himno para convertirse en música de ambiente. Tal sobreabundancia de fechas históricas no sólo no cambia la historia; tampoco transforma el relato -por emplear el concepto que hace furor-, pues ya está en él antes de que suceda: todo son hitos históricos, de victoria en victoria hasta el triunfo final. El 1 de octubre iba a ser el fin de la historia, la declaración de independencia no digamos, la reacción ante la sentencia se esperaba como un nuevo amanecer.

El tic historicista proporciona al ‘procés’ su peculiar aspecto de movimiento en espiral. Cuando llega un «acontecimiento histórico», anunciado durante semanas o meses, su impacto ha quedado ya descontado. Vivir la historia por anticipado quita enjundia y da un aire de farsa: de guiñoles siguiendo el argumento.

Pero esta vez todo ha sido histórico. La sentencia, por supuesto: no sucede todos los días que una democracia condene a políticos que hayan usado su cargo o la proximidad al poder para organizar una sedición. Se ha optado por el sostenimiento de la democracia: histórico. De otro lado, resulta una tomadura de pelo que los independentistas se hagan los sorprendidos porque sean condenados y no absueltos. ¿No sabían lo que se traían entre manos? Si les hubiera salido bien y llegado a la independencia prometida, alardearían ahora sobre cómo habían logrado romper con la legalidad española e imponer otra, incluso sin tener el respaldo mayoritario de la población.

Se harían lenguas sobre su tenacidad, la unidad popular, la ruptura histórica. Soplar y sorber no puede ser: hacer la revolución para saltarse las reglas de la democracia e indignarse si la democracia no lo admite queda cuando menos ventajista.

¿Las reacciones tienen el carácter histórico que se les presagiaba? La imagen de Barcelona sometida a la violencia quedará en la memoria. Y en el desarrollo de los hechos de la Semana Crítica que casi da en Trágica no ha desaparecido la sensación de que la violencia es una especie de prolongación del nacionalismo pacifista, si es que lo hay. No contribuyen a clarificarlo las rémoras del Honorable al condenar la violencia o su paseo histórico con una de las columnas que cortaban una autopista. Pone más entusiasmo en los menesteres agitadores que en sus llamamientos a la calma, muy contados. Gusta más del discurso en el que el independentismo gana siempre, por la heroización de las multitudes esteladas o por la emoción colectiva de las procesiones nocturnas de antorchas. ¿Y la violencia? Ha protagonizado las jornadas históricas pero en la versión indepe es fenómeno ajeno.

Por lo demás, tras la sentencia todo adquirió un tono ritual. Las reacciones al fallo del Supremo fueron las esperadas, tanto de los nacionalistas como de los que no lo son. Los tertulianos también dijeron lo previsible. Como si todos se ajustaran al guion. La toma de la calle por el independentismo venía prevista, salvo la intensidad de las agresiones. ¿Todo depende de cuánto aguantará la presión callejera? ¿Resulta verosímil su continuidad sin radicalización?

El independentismo vaticinaba una respuesta épica. Como quedaba descontada desde antes, la argumentación y la respuesta social pierden su faz homérica. La novedad ha sido la gran agresividad desplegada. Como la violencia social suele ser eficaz, quizás la pesadilla catalana se convierta en crónica. Así sucedería si se llega a la conclusión de que negociando con el sedicioso lo llevará al redil.