JON JUARISTI-ABC

El fracaso del imperio de la ley convierte a las víctimas en linchadores

HACE treinta años, el escritor norteamericano Patrick Tierney publicó un libro en el que daba cuenta de los resultados de su investigación sobre rumores acerca de recientes sacrificios humanos en comunidades indígenas de la región andina en torno al lago Titicaca. En The highest altar (1989), publicado en España dos años después por Muchnik Editores con el título de Un altar en las cumbres, Tierney atribuía este supuesto retorno de la inmolación ritual de víctimas humanas a un sincretismo entre las antiguas creencias prehispánicas y los cristianismos evangélicos. Documentó tres casos de sacrificios en la zona de Yunguyo, entre 1982 y 1987. Según sus informantes, los tres habrían sido ordenados por hombres ricos y llevados a cabo por chamanes locales. «Los peores elementos del pasado andino –escribía Tierney– estaban siendo utilizados por poderosos empresarios [de la coca] para mejorar sus negocios».

Tres décadas después, el fantasma de los sacrificios humanos vuelve a transitar por los mismos escenarios. A finales de 2013, el Ministerio de Justicia boliviano reconoció que se habían cometido ese año en el país setenta y nueve linchamientos. Las víctimas habían sido quemadas o enterradas vivas en la mayoría de los casos, lo que sugería la existencia de un patrón ritual. Por su parte, los linchadores y sus convecinos apelaban a una justicia indígena ancestral. Los linchados eran pequeños delincuentes, violadores, asesinos algunos de ellos, pero, por lo general, ladrones y rateros de poca monta. Ladrones de pobres, eso sí, protegidos, según sus verdugos, por una policía venal que desoía las denuncias o los ponía en la calle nada más detenerlos.

Desde entonces, los linchamientos se han multiplicado en Bolivia y se extienden con rapidez a otros países. Los antropólogos más serios (y más críticos que Tierney con las declaraciones de sus informantes) niegan que tengan relación alguna con sincretismos o antiguas justicias comunitarias. Las formas en que se producen los linchamientos son muy variadas. Aunque el fuego parece ser la preferida, también se dan ahorcamientos, apaleamientos e incluso otras más refinadas, como atar a la víctima, untada de miel, junto a un hormiguero. Según los antropólogos, se trata de una violencia urbana, suburbial, característica de sociedades desestructuradas. La invocación a una justicia ancestral que los propios linchadores desconocen (y que, en realidad, debe mucho a los discursos indigenistas de Evo Morales) parece responder a la necesidad de dar algún sentido a una violencia caótica y reactiva, nacida de la angustia que produce saberse inerme y desprotegido ante la violencia criminal.

Lo que no parece ser casual es que estos fenómenos supuestamente atávicos se produzcan en un espacio y en un tiempo caracterizados por el retorno del nacionalismo revolucionario, es decir, por el avatar del comunismo en la América hispana tras la caída del sistema soviético. En los países donde ha logrado imponerse, como en Bolivia o Venezuela, el Estado ha perdido su función primordial, la de asegurar la protección de los ciudadanos mediante el monopolio de la violencia legítima, en beneficio de la inveterada concepción comunista del Estado como instrumento de la revolución. Pero cuando el Estado renuncia a su función primordial, sea por complicidad con el crimen o por lenidad buenista, la sociedad le arrebata el monopolio de la violencia, y florecen el crimen organizado, el terrorismo y las diversas variantes de la venganza privada. Entre ellas, el linchamiento, que es la violencia de las víctimas cuando se les priva de la justicia y del amparo de la ley.