ARCADI ESPADA-EL MUNDO

HASTA que se pronuncie la sentencia contra los presos nacionalistas catalanes habrá que anotar día a día todas y cada una de las declaraciones que tratan de presionar a los jueces encargados de dictarla. Convendrá que estas anotaciones se registren en un lugar específico y visible, en una cajita ad hoc, para que así pueda apreciarse la magnitud de la intimidación y no pueda argüirse el presunto tono espontáneo de las declaraciones; todo lo contrario: se trata de que se detecten las huellas de una clásica operación de toma de la opinión pública, perfectamente deliberada. La operación tiene tres objetivos. El inmediato es conseguir que la Fiscalía retire las acusaciones más graves, singularmente los delitos de rebelión y sedición. Si eso fracasa, el paso siguiente es presionar a los jueces para que dicten sentencias benévolas. Y el tercero, y más importante, preparar a la opinión pública para que acepte los indultos con que el Gobierno pretenderá resolver políticamente el asunto.

La visita del líder de la Podemia a la cárcel de Lledoners no tiene por objetivo prioritario la negociación de los Presupuestos sino participar de una manera activa en esa estrategia. Iglesias va a decirle a Junqueras que la única posibilidad de que salga pronto de la cárcel es la consolidación en España de una mayoría de izquierdas. Para que a medio plazo cuaje esa mayoría necesita estabilidad y los presupuestos son la condición a corto plazo. Es probable que Junqueras se muestre más receptivo que Puigdemont a ese planteamiento. Pero la única razón no es que el clérigo delirante que poco antes del desencadenamiento de la insurrección galleó con que la economía catalana pararía a una señal suya se haya vuelto más razonable que su compinche. Solo es que está en la cárcel. Confortable, pero cárcel.

En la estrategia de intimidación no van a participar solamente los políticos. Ahí está el jurista Pascual Sala irrumpiendo hace un par de días, dudando de que los insurrectos nacionalistas puedan ser considerados reos de rebelión e incluso de sedición. Y lo que es peor: asegurando que el delito puede ser enjugado por la política. Ese birrioso lugar común que hace suyo incluso un expresidente del Tribunal Constitucional y que demuestra el nivel de degradación que ha alcanzado en España el concepto y la práctica de lo institucional.