Invasiones bárbaras

ABC 16/06/16
ISABEL SAN SEBASTIÁN

· El ascenso del populismo antieuropeo en Francia, Alemania, Reino Unido y España está ligado a la inmigración

ESTÁ volviendo a ocurrir. Los pilares del edificio europeo sufren una sacudida bestial, que amenaza con derribarlo, mientras quienes vivimos en él tañemos plácidamente la lira. No aprendimos la lección de las invasiones bárbaras. Menos aún la derivada del auge de los extremismos, letales en el siglo XX. Vamos derechos al desastre, guiados por líderes cobardes y caudillos peligrosos, sin que en España unos u otros tengan siquiera el valor de afrontar la situación llamando a las cosas por su nombre.

En esta ocasión los bárbaros que golpean nuestros muros no son hordas violentas, aunque entre ellos haya no pocos terroristas, sino extranjeros pertenecientes a una civilización completamente diferente a la nuestra; es decir, foráneos ajenos a nuestra forma de entender y describir el mundo. «Bárbaros» en el sentido que los griegos dieron originalmente a ese término. Inmigrantes o refugiados procedentes en su inmensa mayoría de países musulmanes, anclados a una religión y tradiciones difícilmente compatibles con los valores democráticos, principios igualitarios y normas legales sobre los que se levantó esa formidable construcción denominada Unión Europea, hoy severamente amenazada de derrumbe. Gentes a menudo reacias a integrarse en una sociedad radicalmente distinta a la suya, la cual, a su vez, tampoco ha hecho lo necesario para canalizar esa integración, sino que ha ido forzando las costuras de una tolerancia mal entendida, hasta provocar el estallido de la tela. Que es exactamente en lo que estamos.

El ascenso alarmante del populismo antieuropeo en Grecia, Francia, Alemania, Reino Unido, la propia España y la mayoría de los países del Este está directamente ligado a ese fenómeno, por mucho que resulte de mal gusto reconocerlo, desafiando con ello los cánones del pensamiento políticamente correcto que nos atenaza. El temido Brexit, cada vez más probable, es en buena medida hijo de esa reacción airada, tan previsible como evitable si alguien se hubiese atrevido a diagnosticarla sin tapujos a fin de tratarla a tiempo. Porque no es que los europeos nos hayamos vuelto de repente unos despreciables racistas. Es que se nos ha obligado a ceder y ceder terreno, a veces incluso en sentido literal, con la creación de guetos de islamismo radical en medio de nuestras ciudades, sin otra opción que callar o ser tildados de xenófobos. Se nos ha despojado de nuestro orgullo e identidad nacionales, a la vez que se alentaba un multiculturalismo suicida. Se nos han exigido comprensión y aceptación ilimitadas de pautas de conducta opuestas a las nuestras, en aras de honrar los dictados del sacrosanto buenismo imperante, mientras se vaciaban de contenido todos los códigos éticos que nos servían de referente. Cuando la llegada de las vacas flacas ha añadido a esos agravios difusos la mucho más flagrante discriminación de los locales en el reparto de ayudas y beneficios sociales, en base a criterios ciertamente objetivos aunque también objetables, como por ejemplo el número de hijos, se ha desatado la tormenta perfecta.

Podemos seguir mirando hacia otro lado y negándonos a reconocer que esta invasión silenciosa está provocando ya efectos devastadores. Podemos atrincherarnos en la buena conciencia y fingir que Europa no tiene un problema gigantesco cuya solución requiere de acción conjunta, cohesión, recuperación de valores esenciales y firmeza para exigir que quien se instale a vivir entre nosotros los acate y los cumpla. Podemos salvar la cara descalificando a los que protestan. Podemos seguir engañándonos y ver cómo se repite trágicamente la Historia.