JON JUARISTI

   El secesionismo no ve en el caos su fracaso, sino su última oportunidad

EL pasado jueves, durante un coloquio en la sede central del Instituto Cervantes sobre mi último libro, que trata de la travesía del Capitán Paul Lemerle (uno de los barcos del exilio europeo que zarparon hacia América en tiempos de la Segunda Guerra Mundial), recordé que entre los pasajeros españoles se encontraba Enrique Gómez García, el militar que ordenó la entrega de los fusiles de la Guardia de Asalto de Barcelona a los anarquistas el 19 de julio de 1936. Con esas armas y otras robadas en cuarteles y arsenales de la ciudad, las patrullas cenetistas asesinaron a diez mil catalanes en los nueve meses siguientes: tenderos, curas y religiosos en su mayoría. El Comité Central de Milicias se dedicó a secuestrar frailes y monjas, pedir rescate por ellos a los superiores de sus congregaciones exilados en Francia, y asesinarlos una vez recibidas las sumas exigidas. Contaron para ello con la complicidad de Companys, al que Puigdemont rindió homenaje ritual en vísperas de la proclamación definitiva de independencia de Cataluña el viernes 27 de octubre, centenario del triunfo bolchevique en Rusia. 

El paralelo histórico de dicha proclamación no es el 6 de octubre del 34, sino el 19 de julio del 36, cuando, tras constatar Companys la toma de la calle por las masas armadas anarquistas y la desaparición del aparato coercitivo del Estado –a lo que la entrega de las armas de la principal fuerza de seguridad de la República a los anarcosindicalistas otorgó el marchamo de irreversibilidad–, la Generalitat decidió sumarse a la revolución comunista (libertaria) como vía insuperable para obtener la independencia exprés, aun a costa de abandonar las aterradas clases medias católicas y catalanistas a las jaurías rojinegras, que empezaron de inmediato a llenar de cadáveres nocturnos plazas, cunetas y cementerios. 

Ayer fue 28 de octubre, San Simón y San Judas, comienzo del invierno en el folclore, aunque no en la meteorología. Día en que los ríos exigen víctimas humanas, como en el Wilhelm Tell de Schiller. «San Simón y San Judas, se fue el verano y llegó el invierno», reza una cantilena tradicional eusquérica que traduzco y que Gabriel Aresti glosó en un poema memorable. Winter is coming. Nadie lo diría mirando a un cielo que niega empecinadamente el agua a campos agostados y a cisternas secas que devienen cimas a las que se asciende por escalones de lentísimas horas, como en el verso de Espriú y en los ritmos legalistas del Gobierno de Rajoy. El caos que se ha adueñado de Cataluña no comparece en el delirio criminal del secesionismo como una prueba del fracaso del procés, sino como la última oportunidad para la independencia, de modo análogo a como, el 19 de julio de 1936, Companys vió en la sangrienta fiesta anarquista, que comenzaba entre banquetes proletarios en el Ritz, nuevas quemas de conventos y linchamientos de soldaditos, el gozoso amanecer de la República catalana.  Y a todo esto, la izquierda imbécil (imbécil, como dice muy bien Gabriel Albiac, en su sentido etimológico y puramente descriptivo de debilidad mental), resistiéndose a reconocer la presencia en el campo independentista de una izquierda más proterva (Sánchez) o intentando vender la especie de Cataluña como una Invernalia desesperada y enloquecida por la inminencia del Desembarco del Rey (Iglesias), confirma el fracaso rotundo de una generación maleada por la indigencia de una enseñanza basura en vernáculos manipulados o en un castellano triturado por la estupidez, el de aquel inenarrable artefacto de larga secuela conocido como Rodríguez Zapatero. En fin: definitivamente/ parece confirmarse que este invierno/ que viene será duro.