JORGE DE ESTEBAN-EL MUNDO

El autor subraya que nuestro Estado de derecho no está funcionando como es debido y cuestiona que en las Cortes no se cumplan ni los plazos que fija la Constitución como la de la apertura solemne de la legislatura.

EL ESPECTÁCULO que estamos presenciando sobre la conducta de nuestros políticos nos indica dos cosas: una primera, que la mediocridad y la bisoñez de casi todos ellos da miedo. Y una segunda, que nuestro Estado de derecho no funciona como debería funcionar de acuerdo con la Constitución. Antes de que surgiese el concepto de Estado de derecho, a partir sobre todo de finales de siglo del siglo XIX, ya existía la construcción del Derecho que crearon los romanos, la cual sin duda alguna es la base de la civilización occidental. Por eso hay conceptos de los más eminentes juristas romanos que siguen siendo básicos para las democracias constitucionales actuales. Una de estas ideas la expuso Cicerón –y pareciera que lo hizo pensando en algo similar a lo que ocurre hoy en España– en De los deberes.

Decía así Cicerón: «Los que se destinan al gobierno del Estado tengan muy presentes siempre estas dos máximas de Platón: la primera, que han de mirar de tal manera por el bien de los ciudadanos, que refieran a este fin todas sus acciones, olvidándose de sus propias conveniencias; la segunda, que su cuidado y vigilancia se extienda a todo el cuerpo de la república, no sea que por mostrarse celosos con una parte desamparen las demás». Creo sinceramente que estas recomendaciones no las siguen en la actualidad ni uno solo de los líderes de los partidos españoles, sino más bien al contrario; cada uno trata de superponer sus conveniencias a los intereses de España, comenzando por el propio presidente del Gobierno. De ahí que no sea ni normal ni democrático que, tras más de dos meses transcurridos desde las elecciones generales, sigamos con un Ejecutivo en funciones. El martes, Pedro Sánchez fijó la sesión de investidura para los próximos 22 y 23 de julio; es decir, habrán transcurrido casi tres meses desde los comicios, irregularidad que nos aleja de Europa, donde en casi todos los países, salvo situaciones excepcionales, no tardan apenas en formar gobiernos.

Si nos atenemos a lo que marca la ley, existe una ilegalidad aún mayor. En efecto, el Reglamento del Congreso en su artículo 5º indica que «dentro del plazo de 15 días siguientes a la celebración de la sesión constitutiva tendrá lugar la solemne sesión de apertura de la legislatura». En otras palabras, si tras las elecciones del 28 de abril la sesión constitutiva de las Cortes fue el 21 de mayo, se superó el tiempo reglamentado. Pero la situación se agrava si tenemos en cuenta que el artículo 170 del mismo Reglamento establece que «en cumplimiento de las previsiones establecidas en el artículo 99 de la Constitución, y una vez recibida en el Congreso la propuesta de candidatos a la Presidencia del Gobierno, el presidente(a) de la Cámara convocará el Pleno». Por consiguiente, nueva irregularidad pues, a pesar de lo que señala el artículo 5º citado, no se ha celebrado la sesión constitutiva de las Cortes presidida por el Rey, en la que pronunciará, según es ya tradicional, un discurso importante que el candidato a presidente tendría que tener en cuenta en su discurso de investidura.

Dicho de otro modo, el Congreso no podrá comenzar a ejercer sus funciones hasta que no se realice su solemne sesión de apertura de la XIII legislatura, la cual, dos meses después de las elecciones, todavía no se ha celebrado. Y la Cámara Baja, hasta que no se produzca este evento, no puede proceder a la más fundamental de sus importantes funciones como es la de investir al nuevo presidente del Gobierno. Es cierto que la Constitución no aclara de forma explícita esta cuestión, pero se puede deducir de forma implícita de su artículo 99 y del 5º del RC citado la interpretación que he expuesto como la más lógica desde el punto de vista constitucional.

Me baso en dos argumentos que justifican que la sesión solemne de apertura de la legislatura debe anteceder a la investidura. En primer lugar, se ha establecido que en ella, por vía de costumbre constitucional, el Rey se dirija al nuevo Parlamento con el denominado Discurso de la Corona, en el cual el Monarca, haciendo uso de su función arbitral, expone sus puntos de vista sobre las prioridades más esenciales de la Nación. Es lógico, por tanto, que tales indicaciones puedan servir de orientación, en los momento tan graves que vivimos, para el Gobierno que todavía no se ha formado.

En segundo lugar, la solemne sesión de apertura debe preceder a la investidura si nos atenemos a que el periodo de elección del presidente, según el artículo 99.5 CE, podría demorarse incluso hasta dos meses. Con lo cual se incumpliría evidentemente el artículo 5º RC señalado, lo que incluso se agravaría en el caso necesario de formar un Gobierno de coalición en el sentido que ahora expondré.

Todos estos incumplimientos de plazos, que como todas las normas en un Estado de derecho son vinculantes, llevó a decir a Felipe González, tras su cuarta investidura, que en Europa «no se lleva lo que hacemos» y que «estamos formando Gobierno con una celeridad poco propia».

Es más: esta lentitud puede aumentar si tenemos en cuenta que el sistema que ha adoptado nuestra Constitución para nombrar al presidente es el que podríamos denominar investidura personalizada; es decir, la votación de la Cámara tiene como objetivo conceder su confianza exclusivamente al candidato a presidente del Gobierno. Después, éste nombrará a los miembros de su equipo, según indican los artículos 99.2 y 100 CE. En la época en que predominaba el bipartidismo, la cuestión no tenía importancia. Pero ahora sí porque, al no disponer de mayoría absoluta, Sánchez tiene que formar un Gobierno de coalición que dé confianza a los Ejecutivos extranjeros y tranquilidad a los españoles; esto es, que permita una estabilidad para gobernar. Lo lógico sería que antes de su discurso, salvo que se limite a soltar vaguedades cantiflescas, pacte su contenido con el partido con el que quiera o pueda gobernar. Por tanto, la composición de su Gobierno se deduciría del contenido de su discurso.

Pues bien, llegados aquí, no caben más que dos posibilidades: una, crear una coalición, como ya intentaron PSOE y Cs hace tres años, porque tienen muchos puntos comunes para el avance de España. Por eso si ahora sus líderes tienen rencillas personales deben superarlas y seguir la máxima de Marco Aurelio: «Ajústate y acomódate a lo que el hado te ha destinado», porque el destino, el azar, la incompetencia, o como quieran denominarlo, ha hecho que España, con este Gobierno, pueda salir de la situación de interinidad que padecemos desde 2015. Pero cabría también como hipótesis fatalista que Sánchez quisiera gobernar solo o con Podemos, como reclama a gritos Pablo Iglesias, pero no le dan los número y tendría que recurrir a pactos constantes con otras fuerzas. Además, como ha dicho el agudo articulista Ignacio Camacho, «con Iglesias de ministro habría dos Gobiernos: uno informal para deliberar sin él y otro oficial para los acuerdos». Y se queda corto porque, si Iglesias conoce la Historia, reivindicaría el ejemplo de la Roma clásica, donde pudo llegó a haber a la vez dos emperadores: Marco Aurelio y Lucio Vero.

COMO ESTOno parece que pueda suceder, no queda más que un Gobierno, no de coalición, sino que podríamos denominar de concentración, formado por las mismas fuerzas que se unieron para destituir a Rajoy. Pero una cosa es destruir y otra construir y ese batiburrillo de podemistas, vascos separatistas y catalanes golpistas que quieren instalar una República formarían un Gobierno que contradice el encargo de formar un Ejecutivo constitucionalista que el Rey encargó a Sánchez, ya que cada uno arrimaría el ascua a su sardina y ni se podrían aprobar los Presupuestos ni gobernar. Por el contrario, un Gobierno de coalición entre el PSOE y Cs, con 180 diputados, más el apoyo del PP para reformar la Constitución y la Ley Electoral, que son cuestiones que no podemos demorar más, sería un gran beneficio para España. Por supuesto también tiene el presidente la posibilidad de convocar elecciones, pero eso alargaría más la anormalidad de la España en funciones que arrastramos desde hace años. Y nadie sabe a quién favorecería el resultado electoral. En definitiva, el futuro de España depende hoy de tres personas: Meritxell Batet, Pedro Sánchez y Albert Rivera. Ellos sabrán lo que hacen, porque tienen los días contados.

Jorge de Esteban es catedrático de Derecho Constitucional y presidente del Consejo Editorial de EL MUNDO.