FRANCISCO ROSELL-El Mundo

En toda su majestad de gran monarca republicano, Charles de Gaulle llegó a la conclusión de que «el poder es la impotencia». No se sabe si lo coligió antes o después de apreciar la imposibilidad, según decía, de gobernar un país con 240 variedades de queso. Por ello, el padre de la Francia de la posguerra y hacedor del mito de su propia liberación del nazismo, lo que explica su ingratitud con Gran Bretaña y con Estados Unidos, era un versado estratega de hacer como si en las situaciones más inverosímiles.

Así se lo confió a Alain Peyrefitte, ministro, confidente y biógrafo suyo, tras declarar Argelia su independencia en 1962. Al inquirirle si tenía esperanza de que retornaran pronto aquellos expatriados de origen galo (los llamados pieds-noirs) que habían huido deprisa y corriendo, le respondió –según recoge Peyrefitte en su memorable y memorística C’était de Gaulle– que actuaría haciendo como si (en faisant comme si) estuviera persuadido de que lo lograría. «Todo lo que he conseguido ha sido haciendo como si», le reiteraría aquel austero jefe del Estado que, cuando invitaba a sus nietos a merendar al Elíseo, lo pagaba de su bolsillo, como muestra de que el prestigio del hombre de Estado se solidifica con detalles aparentemente baladíes.

Sin embargo, de la misma forma que haciendo como si pueden culminarse empresas de difícil logro, como ambicionaba De Gaulle, también puede suponer una estratagema, en el tablero de la política, para burlar al adversario dejando que el tiempo haga el trabajo que uno no está dispuesto a afrontar. Es lo que acaece con la investidura trampa que el presidente en funciones, Pedro Sánchez, urde desde la noche electoral del último domingo de abril para concurrir a otra cita con las urnas el próximo 10-N en condiciones aún más ventajosas que hace cuatro meses.

Si existían sospechas sobre la farsa, se despejaron a medida que se le fue descorriendo el maquillaje por efecto de los focos y defecto del aire acondicionado en la presentación de las 370 medidas del programa con el que el PSOE concurrirá a las urnas. Una especie de prontuario con el que el PSOE, con vistas al Mes de Difuntos, busca patrimonializar la izquierda. Lo hizo en un deslumbrante marco –«Y esto, ¿quién lo paga?», que dijo Josep Pla, cegado con el derroche de luz que iluminaba la Gran Manzana al arribar en Nueva York– que raramente podía corresponderse con el inicio de negociación con su «socio preferente» Unidas Podemos.

Si acaso, se asemejaba a una boda. Por poderes, claro, dada la ausencia de la otra parte contrayente. Como cuando Felipe González contrajo matrimonio con Carmen Romero en 1969 en una ceremonia en la que le representó su otrora mejor amigo y luego alcalde andalucista de Sevilla, Luis Uruñuela, por encontrarse Isidoro en Burdeos en una reunión del PSOE en el exilio.

No es la circunstancia de Sánchez con el líder podemita Pablo Iglesias, quienes flirtean evitándose. Esperando que uno se rinda en los brazos del otro, parece habérseles roto el amor no precisamente de usarlo, como en la popular copla. Sea por ello o por problema de dote, ambos están resueltos a darse un tiempo hasta la vuelta de las votaciones; uno creyendo que dispondrán de mejores aldabas y otro pensando que, aunque sea así, obtendría lo mismo aun con menos al poseer el número complementario de los 176 escaños de la investidura.

Echando la vista atrás, hay que rememorar lo mucho que se censuró a Rajoy por declinar el ofrecimiento de Felipe VI en enero de 2016 para intentar formar Gobierno. Se le acusó incluso de humillar al monarca al rehusar ir a la investidura tras preconizar que el único Ejecutivo «sensato» –palabra que no se le caía de la boca– era uno de coalición con PSOE y Ciudadanos o bien otro con apoyo externo de ambos. Empero, resulta más pernicioso el fraude que parece dispuesto a consumar Sánchez tras asumir tal encomienda para valerse de esa cédula real para ir de nuevo a elecciones en mejores condiciones que sus contrincantes a los que, en paralelo, les endosa la culpa de provocarlas al no hacerle presidente porque él lo vale. Como si fuera una obligación de éstos y no del aspirante.

Desde el escrutinio último de las urnas, pudiendo abrirse de capa a derecha e izquierda, todo su afán ha sido teatralizar una larga precampaña que, ciertamente, parece haber cumplido el objetivo de encaminarse a un cónclave plebiscitario en torno a un dilema ya clásico: o yo o el caos, si bien esa disyuntiva no siempre se ha inclinado del lado de quienes abocan a sus conciudadanos al abismo. A veces, se vuelven como un bumerán y descabalgan a quienes perseguían eternizarse chantajeando al elector. Teniéndolo todo de cara, la suerte se vuelve esquiva y hace que los elementos hundan a una Armada Invencible o precipiten una debacle napoleónica en Waterloo, o que un fallo de la refrigeración proyecte la imagen sudorosa de un presidente que evoca aquella otra de un derrotado Nixon ante las cámaras en 1960 frente a Kennedy por mor de cosméticos y afeites

Ante un escenario parejo al de 2016, cuando Rajoy se presentó con los 123 que posee Sánchez, ganando 14 diputados que es el número que rondaría el PSOE, si se promedian los sondeos que se vienen publicando, el presidente en funciones, echando mano de la «geometría variable» de Zapatero, consumaría su primera legislatura completa. Claro que, de no rectificar la deriva de aquél, lo cual no parece probable atendiendo a cómo disparan el gasto las 370 propuestas de marras, España reeditaría la segunda legislatura de ZP. Valiéndose de la aparente seriedad de Solbes como garantía en contrario, agravó la recesión con medidas placebo que desviaran la atención al modo como la orquesta del Titanic tocaba en cubierta para mantener la calma mientras la insumergible naufragaba sin remisión.

Lo malo es que la oposición de centro derecha ya descuenta esa fatalidad y, en vez de pertrecharse para atajar ese eventual triunfo socialista, sólo le ocupa salir lo mejor librada posible del envite para liderar la alternativa al anunciado fracaso de Sánchez. Por eso, hay que olvidarse de que el proyecto de Navarra Suma se extrapole a toda España.

De hecho, no hubiera sido factible si no lo hubiera promovido un tercero (UPN) en una autonomía donde PP y Cs rondan la irrelevancia. Pero impracticable entre quienes compiten por el mismo espacio ideológico en pos de su liderazgo. Ya se exhibió cuando el foralista Esparza hubo de suscribirlo por separado con Casado y Rivera por la negativa del segundo a hacerse la foto con el primero. Como decía Jacques Chirac, «no hay sitio para dos cocodrilos machos en el mismo meandro».

Podría aventurarse que, en última instancia, se avendrán para aplicar la fórmula para el Senado y las circunscripciones cortas de escaños, lo que rentabilizaría al máximo los sufragios, pero ir más lejos se atisba imposible con la excusa de servirle en bandeja un nuevo señuelo al PSOE que movilice al votante de izquierda como lo fue Vox en las convocatorias de abril y mayo.

Con la agitación de la campaña, habrá que ver si la trifulca de PP y Cs no arriesga su coalición en la Comunidad de Madrid tras el ya de por sí dificultoso parto que alumbró la Presidencia para los primeros. Con un socio con medio cuerpo dentro del Gobierno y con el otro fuera, con el vicepresidente Aguado socavando a la presidenta Ayuso a propósito del aval que recibió la empresa de la que participaba el padre de ésta y que no pudo devolver al quebrar. Si esa circunstancia conocida de antemano a la investidura no impidió que Cs diera su plácet a Ayuso, la imputación de las ex presidentas Aguirre y Cifuentes por la supuesta financiación irregular del PP madrileño con fondos públicos ha dado pie a que Cs allane la creación de una comisión de investigación que ponga en la picota a Ayuso y extienda la impresión de que todo el PP madrileño sin excepciones, incluido el que trata de regenerar Casado, es corrupto.

Sin duda, va a ser el leitmotiv de Cs, del que parece haberse adueñado la confusión, para recuperar perfil tras el vacío dejado por Arrimadas en Cataluña y las deserciones de cualificados integrantes disconformes con la línea liberal marcada por Rivera. Por eso, aprovechando las recientes imputaciones en la instrucción judicial de la operación Púnica, Rivera emula aquel «Delenda est Carthago» con el que, con obsesiva reiteración, Catón el Viejo concluía sus discursos ante el Senado, viniera o no a cuento, hasta desatarse la última guerra púnica que serviría de pretexto a Roma para arrasar Cartago como a ninguna otra.

Ello entraña una adversidad añadida para Casado, quien remonta en las encuestas merced a recuperar antiguos votantes, tras salvar unas elecciones a las que llegó recién escogido para mandar el PP y cuyos talentos multiplicó con una inteligente negociación de los pactos en autonomías y municipios.

Además de dejarse crecer la barba para que su cara parezca menos aniñada, ha reforzado su poder interno prescindiendo de sorayistas y cospedalistas. Al tiempo, pone tierra de por medio con el aguirrismo, pese a criarse en sus pechos. Aunque haya descontentos, Casado goza del provecho de que no hay líderes alternativos que capitalicen el malestar o la disconformidad con sus resoluciones. El presidente gallego Feijóo, llamado primero a suceder a Rajoy y luego a ser la alternativa al nuevo líder, ha renunciado a su destino, más allá de sus pronunciamientos de cabo suelto. Ya ni tan siquiera es seguro que se presente a la reelección en la Xunta y no haya que rescatar a Ana Pastor de la Mesa del Congreso.

El presidente del PP deberá rodar un equipo de debutantes, donde la designación de Cayetana Álvarez de Toledo levanta recelos entre peones claves en la elección de Casado como García Egea o Maroto, por ajustes de poder. A ello se suman quienes, sin negarle brillantez y talla intelectual, opinan que su elitismo no ayuda a la imagen de un partido que debe proyectar cercanía. La portavoz deberá atender tanto el fuego ajeno como el propio.

En ese cúmulo de circunstancias, más unas arcas entelarañadas y sin caudales, Casado afronta su reválida. De ahí que propugnara una abstención conjunta con Cs, pero la deriva navarra del PSOE y su entente con Bildu para hacer presidenta a Chivite lo impide taxativamente por razones de principio, pero también porque así figura en el acta fundacional de Navarra Suma. Un lector de clásicos de la política contemporánea como Casado –con mejor provecho que Boris Johnson, el biógrafo de Churchill– debiera arrogarse la fuerza de la voluntad para haciendo como si, al modo de De Gaulle, darle la vuelta al destino que Sánchez prefigura a sus adversarios con su investidura trampa.