Arcadi Espada-El Mundo

Mi liberada:

Al parecer está datado, aunque yo no he podido encontrarlo, el célebre momento en que Rajoy conoció la Sexta como Buendía el hielo. Se sorprendió mucho. Pero volvió enseguida a sus quehaceres. Nunca creyó que entre ellos estuviera la obligación de comprobar hasta qué punto la narración política había adquirido el enfoque hormonado de la pornografía. Rajoy tenía en poco al periodismo. No llegaba a despreciarlo, porque es un hombre educado, pero lo que sentía se le aproximaba mucho. Rajoy leía el Marca. No es un mito. Yo estoy en condiciones de explicar la razón profunda por la que leía ese periódico. Una tarde de hace años, en la sala de autoridades de un aeropuerto, quedaba una media hora para que tomara el vuelo y los dirigentes regionales del partido se le habían acercado con un grueso resumen de prensa para ponerle al tanto de la conflictividad local. Empezaron con el improvisado briefing, pero lo cortó diciéndoles que iba a aprovechar el rato para leer el Marca, que aún no lo había hecho. Alguien solícito comentó algo sobre su interés en el deporte. Pero lo corrigió meticuloso. «El deporte está muy bien. Aunque yo leo el Marca por los datos. Es el único periódico donde hay datos». Su actitud ante el periodismo era la clásica de un veterano profesional del poder. Sabía desde hace mucho que el gran secreto de Estado es que las cosas ocurren sin causas. Nada más incompatible con el periodismo convencional. Sin causas no hay culpables y sin culpables no hay periódicos. En su mirada hacia la prensa, que solo dejaba de ser indiferente para hacerse conmiserativa, pesaba mucho una experiencia. Rajoy se había batido con los dos principales periodistas de la derecha española: Jiménez Losantos y Pedro J. Ramírez. El duelo fue durísimo. Y lo ganó él. Fue presidente a pesar de los dos y ninguno de los dos fue decisivo para que dejara de serlo. Este tipo de incidentes deben de procurar sobre la influencia del periodismo un interrogante y escéptico extrañamiento.

Si esta era su actitud ante el sistema informativo convencional cualquiera puede imaginar con qué recelo convivió con las técnicas digitales. Se añadía, además, un inconveniente derivado, que era su absoluta falta de narcisismo. Rajoy ejerció en la política como un adulto y los adultos suelen mirar menos hacia dentro que hacia fuera. Su único rasgo de autocomplacencia detectable se producía en los discursos parlamentarios, que casi siempre tuvieron una gran calidad: después de una frase afortunada se quedaba quieto y sonreía con el gesto de un niño que espera el aplauso. Y eso era todo. Poca cosa para el mundo selfie. Nunca lo manejó bien. Sus tuits parecían subtítulos del No-Do. Y lo peor ocurría cuando quería hacerse el simpático con la herramienta. El ejemplo perfecto se dio cuando el puñetazo. Por cierto, que el suceso merece un paréntesis. Te he escrito que Rajoy encaró una Recesión, una Corrupción, una Abdicación y una Secesión. Hay que añadir la Indignación: la España devota de Escrache y de María. Una noche de invierno, y en Pontevedra, Rajoy daba un paseo electoral cuando una joven bestia malnacida se le acercó y le estampó un tremendo puñetazo en la cara. Saltaron las gafas, el presidente se tambaleó, pero logró seguir en pie, y tras unos segundos de aturdimiento, y aún sin gafas, indicó que siguiera el paseo. Hay que ver ese vídeo. Como hay que ver también el de la caída del helicóptero que lo llevaba en Móstoles junto a su dulce enemiga Aguirre. ¡Cómo podrán decir las generaciones venideras que hubo una presidencia más épica, no solo en lo colectivo sino en lo personal! A Rajoy la Indignación le dio en la cara. Fue personalmente exaltante. Pero hay que ver los vídeos de los dos accidentes, te decía. Verás cómo vuelve a la vida la víctima. Nada que ver con el torero que se levanta después de la cogida y gesticula con nervioso furor, exigiendo calma y diciendo que no ha pasado nada. Cuando Rajoy reaparece masculla joder, qué hostia (un poco como masculló el día célebre del desfile: joder, qué coñazo), pero sabe que no queda otra que seguir. No es el heroísmo sino el trabajo. Poco después del puñetazo sus community managers le endosaron en su cuenta de Twitter un chiste gráfico: las gafas presidenciales volaban hasta las ignotas regiones celestes, de la hostia que le dieron, y allí las encontraban los Reyes Magos, que ya venían. Aún más que el puñetazo, el fruto de la Indignación fue el chiste. Todo era tan Indignante que el chiste parecía la única respuesta tolerable al salvajismo. El chiste o los huevos revueltos del hoy finalmente encarcelado Oriol Junqueras cuando para condenar el puñetazo se vio obligado a condenar en el mismo acto los desahucios. Las gafas voladoras demostraban que Rajoy no comprendía el ecosistema digital ni siquiera cuando le rendía empalagosos honores sometidos. Jamás un hombre de su naturaleza debió abrir una cuenta en Twitter. Solo ahora esa cuenta ha recuperado su carácter. Plena y gozosamente inactiva desde el 20 de julio, su último mensaje se dice a sí mismo, en magno cachondeo retuit: «Gracias Presidente, gracias y mil veces gracias Mariano».

La paradoja, sin embargo, es que Rajoy hubo de caer no por un hecho sino por un relato. Por un hecho narrativo, si hay que ponerse puntilloso. Él había acumulado muchas pruebas de que Pedro Sánchez era un clásico oportunista sin escrúpulos, al que solo detenía la obstinada fracción, minoritaria en el PSOE desde los años 30, que se negó a facilitar la Guerra Civil, el terrorismo de Estado o la secesión. El buen burgués sabía del poder y hasta de la legitimidad de las mentiras, pero no supo comprender cómo la verdad había dejado, simplemente, de importar. Y no advirtió que una narración articulada podía doblegar, como finalmente lo hizo, la resistencia de los socialistas habituales.

El 5 de junio de 2018, cuatro días después de que triunfara en el Congreso la moción de censura impulsada por los socialistas, Rajoy pronunció ante el Comité Ejecutivo de su partido uno de los discursos más importantes de su vida. Llevaba este párrafo: «Si se define la posverdad como ‘la distorsión deliberada de una realidad con el fin de crear y de modelar la opinión pública e influir en las actitudes sociales y en la que los hechos tienen menos influencia que las emociones o las opiniones’, habrá que convenir que hemos asistido a un ejemplo insuperable de este fenómeno. Insuperable por su construcción, pero también y, sobre todo, por sus consecuencias para España y los españoles. Ni el PP fue condenado penalmente por Gürtel, ni el Gobierno del PP tenía ninguna relación con el caso y por eso no solo no fue condenado sino que ni siquiera fue juzgado, ni se habían eludido las responsabilidades políticas, ni se puede decir que los españoles descubrieran súbitamente el escándalo». Todo en el párrafo era absoluta y pulcramente cierto. Sí, el gran secreto de Estado es que las cosas ocurren sin causas. Era la primera vez en 40 años de carrera política que Mariano Rajoy Brey aludía de un modo no puramente anecdótico a la importancia de los relatos. Y la última.

Sigue ciega tu camino.

A.