Jueces e independencia

FRANCISCO SOSA WAGNER – EL MUNDO – 22/08/16

Francisco Sosa Wagner
Francisco Sosa Wagner

· Las negociaciones entre el PP y Ciudadanos suponen, según el autor, una buena oportunidad para, con un poco de determinación política, acabar con algunos vicios y disfunciones de un Poder Judicial demasiado politizado.

En alguna otra ocasión, aprovechando la amabilidad de este periódico, he abordado la cuestión que se anuncia en el título resumiendo las tesis centrales de mi libro La independencia del juez: ¿una fábula?, publicado por La Esfera de los Libros, hace unos meses. Me parece oportuno insistir porque de nuevo salta a la actualidad política el debate sobre la independencia judicial como consecuencia de los pactos que, para la investidura del presidente del Gobierno de España, trenzan en estos momentos el Partido Popular y Ciudadanos.

  1. Mi idea es que articular la polémica sobre la referida independencia en la composición del Consejo General del Poder Judicial poniéndonos a discutir si la elección de sus vocales ha de atribuirse a los galgos (las asociaciones judiciales) o a los podencos (los partidos políticos representados en el Parlamento) es errar el tiro, marrar.

Digamos de entrada que, pese a lo que tantas veces se proclama, conviene recordar que en España la inmensa mayoría de los jueces –algo más de 5.000– actúan con independencia respecto de los otros poderes del Estado y con imparcialidad respecto de las partes y ello porque su vida profesional está organizada según reglas legales, objetivas y previsibles.

¿Por qué se habla entonces de la politización de la Justicia? Pues porque la élite judicial escapa a tales reglas al intervenir en el nombramiento de sus componentes instancias que participan de la sustancia política. Componen tal élite los magistrados del Tribunal Supremo, los presidentes de Salas de ese mismo Tribunal, los presidentes de la Audiencia Nacional y de sus Salas, los presidentes de Tribunales Superiores de Justicia y así mismo de sus Salas, en fin, los presidentes de Audiencias y los magistrados de las Salas de lo Civil y Criminal competentes para las causas que afectan a los aforados.

Estos son los cargos que ha nombrado tradicionalmente el Consejo General del Poder Judicial de forma discrecional con la intervención activa de dos asociaciones judiciales que se reparten los puestos a cubrir. Pero como esta práctica encaja mal en un Estado de Derecho, ha sido el Tribunal Supremo el encargado de recortar las alas del Consejo obligándole a motivar sus decisiones en una serie de sentencias importantes.

Pues bien, mi tesis es que, si el Tribunal Supremo sigue transitando este camino, lo que es previsible, se llegará a nombramientos reglados, es decir, se acabará descubriendo el mediterráneo del concurso. Y esto es justo porque el juez –cubierto de canas y ahíto de trienios– que aspira a estos cargos distinguidos no se merece la humillación que supone una negociación ruborosa en el seno del Consejo, epicentro de peleas y de pactos oscuros entre las asociaciones judiciales.

Por consiguiente, lo que procede en el acuerdo político que se avecina es, continuando con la línea jurisprudencial que ha iniciado el propio Tribunal Supremo, acabar con tales nombramientos discrecionales y para ello simplemente el Consejo General del Poder Judicial ha de modificar el Reglamento 1/2010 que los regula. Una operación bien sencilla como se ve.

  1. Peor que estos nombramientos discrecionales es que el ascenso a las alturas judiciales no sea el final sino el comienzo de otra carrera, la política, si el juez se porta bien y complace a los partidos que pueden promocionarle aquí o allá: a magistrado del Tribunal Constitucional, a ministro, a consejero de Estado, a diputado… Como mi pluma quiere ser comedida me abstengo de poner nombres a lo que describo, tarea que sería muy fácil y demoledora pues está en los periódicos de forma constante (las elecciones pasadas han sido una buena prueba de ello). Su simple lectura demuestra bien a las claras la existencia de un trasiego execrable. Es decir, que la legislación de la democracia española tolera ¿o fomenta? el paso de la justicia a la política y de la política a la justicia sin que tales saltos acrobáticos dejen huella alguna en el juez que los practica por muy desmañado que sea para tales habilidades: hoy con las puñetas en el Tribunal Supremo, mañana en un cargo político, pasado vuelta a las puñetas como quien no ha roto un plato. Acabar con esta práctica no exige más que prohibirla retocando levemente la Ley Orgánica del Poder Judicial.
  2. De otro lado, garantizar la independencia exige la predeterminación del juez. Tal predeterminación se ve afectada porque los turnos para la composición y funcionamiento de las Salas y Secciones así como la asignación de ponencias que deben turnar los magistrados es competencia de las Salas de Gobierno de los Tribunales Superiores que representan ese lugar donde se dan la mano los componentes judiciales y los políticos/asociativos. Aunque el funcionamiento suele ser correcto, también hemos tenido mucho ruido reciente con este asunto.

En mal lugar queda la predeterminación cuando advertimos los privilegios de que disfrutan los aforados, es decir, las personas que por su cargo (o, a veces, profesión) son juzgados por un juez o tribunal distinto al que correspondería a un ciudadano en circunstancias normales. En España son muchos los beneficiarios de este privilegio y es bueno que el pacto entre el PP y Ciudadanos se ocupe de ellos porque su existencia es la prueba del nueve de la politización de la élite judicial: si, quien puede, huye de su «juez natural» para refugiarse en el Tribunal Supremo es que hay algo que funciona mal porque nadie podrá explicar las diferencias que existen entre la justicia administrada por un magistrado de la Audiencia de Cáceres y la de su colega del Tribunal Supremo.

Ítem más: los parlamentos de las comunidades autónomas pueden designar un magistrado, seleccionado entre profesionales pero por los partidos políticos sin pudor alguno, para conocer de las causas contra los aforados: dicho en plata, las causas que puedan abrirse contra los políticos más destacados de las comunidades autónomas.

También modificar tales despropósitos requiere simplemente retocar algunas leyes y Estatutos de Autonomía.

  1. La pregunta a continuación puede ser: ¿qué hacemos con el Consejo General del Poder Judicial? En primer lugar señalo que, si se sigue mi hilo argumental respecto de los nombramientos discrecionales y se sustituyen por nombramientos reglados, hemos desactivado lo que es la parte más sustancial de sus competencias. Segundo, si se quiere reformar su composición, hay que cambiar la Ley Orgánica del Poder Judicial, lo que ya se ha hecho muchas veces sin resultado apreciable. Tercero, si se puede reformar la Constitución sería bueno aligerar su organigrama, hoy sobrecargado sin justificación alguna. Y, cuarto, podría suprimirse pues es preciso saber que este sistema de autogobierno corporativo, que en España procede de la Dictadura de Primo de Rivera, no forma parte obligada del guión de un Estado de Derecho y la prueba es que Alemania, los Estados Unidos, Gran Bretaña o los países escandinavos –entre otros– carecen de él.
  2. Lo que deseo enfatizar para concluir es que si de momento suprimimos los nombramientos discrecionales, las puertas giratorias entre justicia y política, los aforados y los nombramientos de magistrados por los parlamentos regionales habremos dado un paso de gigante en beneficio de la independencia judicial. Y para ello no se necesita más que una leve determinación política que bien podría encontrar su cauce en el pacto entre PP y Ciudadanos.

Francisco Sosa Wagner es catedrático universitario y autor del libro La independencia del juez: ¿una fábula? (La Esfera de los Libros, 2016).