ISABEL SAN SEBASTIÁN-ABC

Si Puigdemont tuviera dignidad estaría en España, pugnando por la Generalitat, y no en Bélgica, suplicando impunidad

APOSTARON a la insurrección dando por hecho que ganarían. Era muy emocionante esa épica del heroísmo patriótico a coste cero. Sumamente estimulante, de manera especial para quien no ha conocido otra cosa que el poder y su disfrute. La autoproclamada disposición al sacrificio, por añadidura, siempre resulta rentable en términos electorales, y más cuando quien abraza el martirio representa una ideología, un «movimiento» en este caso, cuya característica principal es el uso permanente de un victimismo ramplón carente de justificación alguna. Cumplieron sus amenazas. Perpetraron un golpe de Estado en toda regla, convencidos de que el Estado agredido agacharía el testuz, se mostraría benévolo y, como hizo tantas otras veces en el pasado, respondería con dádivas apaciguadoras destinadas a comprar tiempo. Pero en esta ocasión se equivocaron. No porque no fueran legión los políticos y opinadores empeñados en dar plena satisfacción a esas expectativas, sino porque calcularon mal y se pasaron de frenada. Fueron tan lejos en la consumación del delito que despertaron de su letargo al gigante de la Justicia. Jugaron a ser héroes y no han pasado de villanos henchidos de cobardía. 

Carles Puigdemont se lleva la palma, desde luego. De «president» aclamado en el balcón por declarar la independencia, a prófugo tras huir en la trasera de un coche cual vulgar robagallinas, la caída es considerable y debería haber hecho mella en la dignidad del personaje si poseyera alguna brizna de esa cualidad moral. A la vista de su conducta, es evidente que no. Porque si así fuera, si el huido conociera el significado de ese concepto, se habría quedado en su amada Cataluña haciendo frente a las consecuencias de sus actos junto a sus cómplices en la asonada. Habría cumplido su palabra de ir a la cárcel «por la libertad», en lugar de salir corriendo oculto bajo una manta. Y desde luego ahora ya estaría aquí, de regreso en la «patria» según él aplastada bajo la bota del pérfido 155, compartiendo la suerte de su «pueblo oprimido». Estaría aquí, pugnando por la Presidencia de la Generalitat aunque fuese desde una celda, y no en Bélgica, suplicando impunidad. Estaría aquí, junto al resto de los fugitivos electos, asegurando con su presencia la mayoría parlamentaria conseguida en las elecciones a base de burdas mentiras. Daría la cara. Actuaría como lo hacen los auténticos líderes en lugar de evidenciar las características de un cobarde.

  En un escalón inmediatamente superior, aunque no por ello elevado, se encuentra Oriol Junqueras, a todas luces arrepentido de no haber actuado como su «president» cuando aún estaba en condiciones de hacerlo. Oriol Junqueras, «el llorón», desesperado por abandonar la cárcel. El muy católico golpista que ruega clemencia a los jueces en razón de su fe y de su amor a «la paz». El secesionista magnánimo dispuesto a negociar con el único Gobierno legítimo un acuerdo bilateral. El iluminado inductor de la proclama del uno de octubre, hoy doble y vergonzosamente derrotado: por los jueces del Supremo que le han puesto finalmente en su sitio, donde no puede reincidir así se le caliente la boca hasta arder, y por el electorado independentista, que ha premiado al escapado relegando a su partido a un discreto tercer puesto. Ahora se sabe vencido y solo le queda dar lástima. Otra forma no menos penosa de abdicar la dignidad. 

Ya no sacan pecho. No alardean. Empiezan a calibrar el coste de su apuesta suicida. Un precio exorbitante que Cataluña y el resto de España ya han empezado a pagar mientras ellos, causantes del destrozo, tratan de hacerse un «sinpa». ¡Cobardes!