Ignacio Camacho-ABC

El verdadero debate del despliegue policial en Cataluña es el de la jibarización del Estado como proyecto unitario

ESOS 87 millones de euros que ha costado el despliegue policial de otoño en Cataluña son la última factura, por ahora, de la incomparecencia histórica del Estado, del proceso progresivo de una retirada a plazos. El informe del ministro Zoido ante el Congreso es el relato de un modelo fallido en el que elementos esenciales de cohesión nacional, como la educación o la seguridad, fueron cedidos con una confianza candorosa en la lealtad de sus beneficiarios. Con menos de un nueve por ciento de la estructura administrativa catalana, apenas poco más de Hacienda y Correos, la presencia estatal se ha ido desintegrando hasta el punto de que ante un conflicto de auténtica emergencia, que afectaba a la integridad misma de España, el Gobierno ha tenido que organizarse a sí mismo un aterrizaje forzoso e improvisado.

La Policía y la Guardia Civil fueron enviadas a Cataluña como si fuesen a Kosovo: con una logística de campaña en tierra hostil que obligó a sus efectivos a alojarse casi clandestinamente en barcos. La historia de esa operación es un episodio ominoso que revela la descomposición de un sistema incapaz de funcionar como un proyecto articulado. Ya en agosto, el atentado yihadista de Barcelona permitió detectar las grietas de recelo entre las fuerzas antiterroristas y unos Mozos de Escuadra convertidos por el autogobierno catalán en emblemas estratégicos de su poder soberano. De un nacionalismo dispuesto a explotar la tragedia como spot publicitario de su independencia sólo cabía esperar que, al declararse insurrecto frente a la ley española, utilizase a la policía autonómica en funciones de cuerpo de protección privado.

Con su hegemonía propagandística, los separatistas han presentado la intervención policial como un agravio, una invasión física y de competencias y una agresión –simbólica y literal– al pueblo que pretendía expresar sus derechos democráticos. Han logrado sesgar el debate sacándolo de su verdadera dimensión, que es la de la jibarización del Estado, la de su desarme de recursos políticos y materiales para hacerse valer como proyecto unitario. Una situación asumida con alarmante normalidad por la clase dirigente, que en ningún momento ha cuestionado la evidencia clamorosa de que la nación española se ha ido de Cataluña en el ámbito cotidiano y sólo ha podido regresar mediante la invocación de poderes excepcionales previstos para casos de grave descalabro. Ése es el fondo de la cuestión: la normalización del abandono de responsabilidades según un concepto de la descentralización que incluso un régimen federal consideraría desviado. Lo de menos es que el precipitado envío de contingentes de orden público haya resultado caro; lo inquietante es que su propia necesidad, su urgencia sobrevenida ante la deslealtad flagrante de los Mozos, pone al descubierto el desvarío de una renuncia que sólo puede conducir al fracaso.