José Antonio Zarzalejos-El Confidencial

Entre ambos han roto las costuras del sistema que ha entrado en una fase distinta, sin líneas rojas. Sin márgenes dialécticos para que el uno reproche al otro pactos o entendimientos espurios

El día 1 de octubre de 2016, el «viejo” PSOE quiso preservar las reglas de compromiso de la democracia de 1978 y destituyó a su secretario general, Pedro Sánchez. Lo hizo porque el entonces líder de los socialistas pretendía auparse a la jefatura del Gobierno con el apoyo de los independentistas catalanes y del ‘abertzalismo’ radical vasco.

Previamente, Sánchez había conducido al PSOE a dos derrotas históricas. En las elecciones de 2015 su partido pasó de 110 escaños a 90 y en las de 2016 a 85. La propuesta mayoritaria —que prosperó— del Comité Federal fue salir de atolladero permitiendo, mediante una abstención, que Mariano Rajoy accediese a la presidencia del Gobierno con el respaldo de su grupo parlamentario (137 escaños) y el de Ciudadanos (32 escaños).

El regreso de Pedro Sánchez a la secretaría general del PSOE tras su victoria en unas primarias en las que rebasó a Susana Díaz, liquidó a la «vieja guardia» del partido, la que estaba representada por la gestora que presidió el asturiano Javier Fernández. Y el día 1 de junio de este año, a rebufo de una sentencia en una de las piezas del caso Correa, Sánchez reencontró las condiciones para ejecutar su viejo plan: ser presidente del Gobierno, justamente, con los socios que parecían dispuestos a respaldarle en 2016.

Ganó una moción de censura constructiva sustituyendo a Rajoy. Votaron a favor de expulsar al presidente popular 180 diputados y en contra 169. Entre los primeros estaban los diputados populistas de Podemos, de los partidos separatistas —que habían secundado en octubre de 2017 la declaración unilateral de independencia de Cataluña—, los «bildutarras» y los grandes traidores a Rajoy: los nacionalistas vascos que unos días antes habían votado el presupuesto del Gobierno popular a cambio de valiosas contrapartidas.

Si Rodríguez Zapatero desmanteló buena parte de los consensos básicos de la Transición y convulsionó el modelo territorial con una segunda vuelta de Estatutos de Autonomía, Pedro Sánchez rompió las reglas de compromiso y se alió —continúa en ello— con fuerzas políticas que quieren asaltar y destruir el sistema constitucional, e, incluso, que han sido próximas a la organización terrorista ETA. El actual presidente, aceptó los votos de esos grupos sin el más mínimo escrúpulo y ahora trata de que sean los que le aprueben los Presupuestos Generales del Estado (el viernes lo confirmó de manera tácita), estirando así una relación que defrauda la ética y la estética de los comportamientos de los grandes partidos de Estado.

Es del todo hipócrita que Sánchez y otros dirigentes del PSOE (Susana Díaz o Rodríguez Zapatero, entre otros) se refieran al pacto bipartito de Andalucía (PP-Cs) apoyado por Vox como el de la «vergüenza». Sánchez fue el autor directo y doloso de esa vergüenza que ahora se denuncia por su pacto implícito y explícito con organizaciones políticas que no superan el corte de la mínima calidad democrática. A los hechos históricos protagonizados por esos partidos me remito, tanto en Cataluña como en el País Vasco.

Roto este compromiso cívico y ético de evitar introducir por razones partidistas a los antisistema en el recinto democrático-constitucional español, Pablo Casado se ha comportado como un cómplice de las prácticas de Sánchez y, sin el más mínimo pudor, sin complejo alguno, sin reserva mental, ha establecido una relación con Vox que le ha proporcionado el gobierno de la Junta de Andalucía.

La confirmación de los efectos de la moción y de la política de Sánchez hacia el secesionismo se vio el 2-D en Andalucía, con la emergencia de Vox

Es cierto que no aparecen en las 90 medidas de gobierno pactadas con Ciudadanos, vestigios programáticos del partido populista, pero el hecho político se ha consumado y entre ambos —Sánchez y Casado— han roto las costuras del sistema que ha entrado en una fase distinta, sin líneas rojas. Y, también, sin márgenes dialécticos para que el uno reproche al otro pactos o entendimientos espurios.

Algo se rompió con la «coalición de rechazo» (180 diputados) que llevó en junio a la Moncloa a Pedro Sánchez. La confirmación de los efectos derivados de aquella moción de censura y de la política del presidente con el secesionismo catalán, se produjo el 2-D en Andalucía con la emergencia de Vox. La fractura institucional definitiva y, seguramente, irreversible es que el PSOE de Sánchez se desplaza a la izquierda-izquierda y el PP a la derecha-derecha al bascular sus posiciones hacia el entendimiento con los extremistas.

No hay ya inocentes en este proceso de deterioro del sistema político que nos aproxima a lo peor de las nuevas prácticas en varios países europeos

Pudo haber sido de manera distinta si las fuerzas constitucionalistas hubiesen formado el mismo bloque que en octubre de 2017 decidió salvaguardar al Estado de su autodestrucción aplicando en Cataluña el artículo 155. Cuando el independentismo catalán —con la inestimable ayuda de los nacionalismos vascos— rompió esa cohesión echando a Rajoy para colocar en Moncloa a un dependiente Sánchez, los recursos de protección del sistema frente a los radicalismos, saltaron por los aires.

No hay ya inocentes en este proceso de deterioro del sistema político español que nos aproxima a lo peor de las nuevas prácticas en varios países europeos. Apenas si queda la posibilidad de que Ciudadanos conserve un cierto margen de maniobra para vislumbrar un futuro que no pase por la dialéctica de los bloques y la polarización extrema.