IGNACIO CAMACHO-ABC

El Estado no puede permitir que constituya una extravagancia la simple idea de estudiar español en una parte de España

LA inmersión lingüística es la clave de bóveda del soberanismo, la viga maestra angular, el centro de gravedad de la construcción identitaria. Pujol la diseñó como una especie de espoleta retardada, programada para detonar cuando la inmigración castellanoparlante se extinga por el mero declinar de la curva demográfica. Lo hizo con la naturalidad amable de su estilo y sólo faltó que el Estado le diera las gracias. Con esa misma inercia se impuso primero el modelo de lengua única en la enseñanza y luego se colonizó ideológicamente la escuela a base de doctrinas dogmáticas. El pensamiento único se ha impuesto a través del habla. En Cataluña no hay un problema de convivencia idiomática porque el bilingüismo social aún es fluido; lo que sí existe es un designio supremacista de imposición administrativa que excluye el español de las relaciones oficiales normalizadas.

Hasta tal punto ha tenido éxito el programa soberanista que el mismo Gobierno no acaba de saber si tiene competencias para forzar a una autonomía a impartir servicios educativos en nuestra lengua franca. El simple anuncio de que estudia el modo de hacerlo ha sido interpretado como una especie de amenaza, un amago destinado a urgir a los nacionalistas para que recuperen pronto el autogobierno, su posesión política más preciada. No es imposible que así sea, que al Gabinete le queme el 155 y tenga prisa por devolver las competencias temporalmente expropiadas; sin embargo, cuando eso ocurra el Estado seguirá teniendo el deber y el compromiso de preservar la ley y obligar a las autoridades catalanas a respetarla.

Lo que dice la ley es que los padres tienen derecho a solicitar para sus hijos un determinado porcentaje de educación en castellano. Los veredictos de los tribunales lo han establecido en una cuarta parte de las horas lectivas, que tampoco es demasiado. Y siempre bajo demanda –la famosa casilla–, lo que garantiza un alcance minoritario porque las familias no desean que su prole crezca en un ambiente segregado. Pero es el fuero lo que importa, el derecho de cualquier sector social a ser atendido y escuchado: la existencia de un amparo jurídico igualitario que el nacionalismo siempre ha considerado una invasión de su propio marco.

Ésa es la razón por la que el Estado ha de ganar esta batalla, que no es simbólica sino de vital importancia. Si no prevalece la Constitución en el ámbito lingüístico tampoco lo hará en ninguna otra escala, y la media sociedad no separatista será derrotada, aherrojada en un gueto culturalmente marginado, excluida y confinada. Si se permite el incumplimiento de las normas y de las sentencias judiciales, la nación democrática, la nación de ciudadanos libres e iguales, habrá renunciado a defender literalmente su propia palabra. Y habrá convertido en una extravagancia la aspiración de estudiar español –o en español– en una parte de España.