IGNACIO CAMACHO-ABC

   Desde la feliz confluencia de Washington, Franklin y Jefferson no se veía una pléyade como la nomenclatura nacionalista

DURANTE mucho tiempo las élites catalanas han presumido, en su complaciente narcisismo, de tener en el Principado una clase dirigente más moderna, cosmopolita y refinada que la nacional, a la que consideraban –no sin razón– dominada por el trazo grueso, la zafiedad intelectual y el ceño fruncido. El régimen autonómico, tan diferencialista, habría creado en Cataluña una política sutil, ática, compleja, de corte italianizante, atenta a los matices, el diálogo y el pluralismo. Basta echar un vistazo a la nomenclatura actual para comprobar el acierto de ese diagnóstico supremacista que en su engreimiento ha ignorado la evidencia de un sistema autodestruido. Colau, Puigdemont y Junqueras representan hoy lo más escogido de esa aristocracia ejemplar que desde la feliz confluencia de Washington, Franklin y Jefferson es la mayor concentración de talento cívico que el mundo ha visto. Y detrás de ellos figura una pléyade de admirables lumbreras cuyo fulgor ilumina las candidaturas del nacionalismo. Los Rull, Turull, Romeva, Forcadell, Rovira o los Jordis representan tal acumulación de virtudes públicas que el autoritario Estado español los ha procesado o encarcelado para evitar la sonrojante comparación con su hosco rastrojal político. 

La otra noche, en el primer debate electoral televisado, fue visible el resplandor de esta constelación de minervas esclarecidas. Con los primeros espadas fuera de circulación, el separatismo tuvo que tirar de banquillo para que luciese su segunda línea. Pero ERC, el nuevo partido hegemónico, no se atrevió siquiera a enviar a su primera suplente, la insigne Marta Rovira, designada por Junqueras para presidir la Generalidad en caso de que el juez se empeñe en mantenerlo a él en la penitenciaría. La heredera había tenido días antes, ante Inés Arrimadas, una actuación memorable; con dificultades para hilar subordinadas o articular frases más estructuradas que las simples consignas. El resto del bloque soberanista estuvo a la altura; el más entonado fue el representante de las CUPs, disparatado en su extremismo pero al fin y al cabo coherente con su desquiciada distopía. Al lado de esta gente empestillada en la espesura verbal, el primitivismo ideológico y la desnudez política, Arrimadas e Iceta –Albiol fue una alta estatua decorativa– parecían sin demasiado esfuerzo verdaderos estadistas. 

Podrá el independentismo argüir que el 155 y los tribunales han diezmado sus preclaras filas, pero la realidad es que ha sido el maldito procés el que ha empobrecido y jibarizado la dirigencia catalana al radicalizarla en su trastornada deriva. El delirio de la secesión se ha llevado por delante al patriciado nacionalista hasta dejar sin representación al antes compacto sector de la burguesía. Esa burguesía industrial y financiera que lleva en esta degradación institucional la penitencia por sus pecados de complicidad pasiva.