POR EDUARDO ÁLVAREZ-EL MUNDO

Entrevista a  JORGE DE ESTEBAN

Jorge de Esteban (Madrid, 1938) ha dedicado buena parte de su vida a trabajar para que España tuviese una Constitución democrática. Y sus obras fueron decisivas para el alumbramiento de la Carta Magna, que cumple 40 años en pleno debate sobre la necesidad de su reforma. Le gusta recordar lo que decía Miguel Maura: «Nuestro sino consiste en ser una Nación en perpetuo y agitado periodo constituyente».

Pregunta.–Supongo que usted celebra como algo muy personal el 40 aniversario de la Carta Magna; no por nada le bautizaron como el octavo padre de la Constitución…

Respuesta.–Ese apelativo me lo puso [el periodista] José Luis Gutiérrez. Por dos razones. Porque en 1973 publiqué, junto a varios discípulos, Desarrollo político y Constitución española, libro en el que Torcuato Fernández-Miranda se inspiraría en 1976 para hacer la Ley para la Reforma Política. Todo lo que yo proponía fue lo que dijo él –el famoso «de la ley a la ley»–. Y porque en las Navidades de aquel 1976, cuando Suárez había dicho ya que iba a haber elecciones, Felipe González me llamó y, aunque yo no era militante del PSOE, me pidió que hiciera un proyecto, unas bases constitucionales. Tras los comicios, el partido se encomendó a Gregorio Peces Barba, que reunió en Sigüenza a varios juristas del partido, incluido un discípulo mío, pero a mí me marginaron. Aunque gran parte de lo que yo propuse pasó después al texto constitucional definitivo, incluso con algún artículo copiado literalmente.

P.–Leyendo aquellas bases, sorprende que el PSOE aceptara tan temprano, hablamos del año 1976, la Monarquía como forma de gobierno…

R.–Entonces en España todo el mundo era políticamente analfabeto. Nadie sabía cómo se hacían unas elecciones, qué era una circunscripción… Cuando González me citó le pregunté: ¿qué tipo de Constitución y de Estado quieres? ¿Monarquía o República? Me dijo rotundo: Monarquía. Y añadió que el objetivo era construir un país descentralizado, un Estado federal. Aquel proyecto de Constitución era para tres partidos: el PSOE, la Democracia Cristiana, que no sacó ni un solo diputado, y el PNV, entonces representado por Julio Jáuregui. Los nacionalistas aceptaban la idea del Estado federal y de la Monarquía. Ya estaba muy presente que la Transición se estaba pudiendo hacer por el impulso del Rey.

P.–Parece evidente que en el entorno del Monarca había tenido mucho eco su libro Desarrollo político y Constitución española antes citado.

R.–Don Juan Carlos había dejado muy claro desde los años 70 en círculos privados que él quería unas elecciones democráticas y que si ganaba un partido de izquierdas, de izquierdas tenía que ser el Gobierno. Estaba muy preocupado por cómo se podía pasar de la Dictadura a la democracia sin una ruptura… Y fue el asunto en el que trabajé para el libro de 1973… Tuvo muchísima repercusión. Me llamaron incluso de la Embajada estadounidense para preguntarme si tenía inconveniente en comer con un agregado de la legación –alguien de la CIA, claro–. Me pidió que le explicara todo el libro… Y, cuando ya estábamos acabando, me preguntó: «¿Cuál cree que es el mayor obstáculo para adoptar la democracia, según lo que explica en su libro?». Mi respuesta fue clara: «El mayor obstáculo se llama Carrero Blanco». Sabemos que no mucho después asesinan al Almirante…

P.–Volvamos al presente. La Constitución cumple 40 años. Y desde hace al menos una década todos los partidos coinciden en que en algunos aspectos se nos ha quedado vieja. Esta misma semana el Rey Felipe ha recordado en una audiencia con ex parlamentarios que los mecanismos para la reforma están ahí. Sin embargo, nunca acaba de haber consenso para actualizarla. ¿Es irreformable?

R.–Vivimos una paradoja. Ésta es la mejor Constitución de las ocho que hemos tenido –la única fruto del consenso y que no es un programa de partido, sino un documento político y jurídico que obliga desde el mismo momento de su entrada en vigor–. Pero tiene dos grandes defectos. Primero, el Título VIII, una de las mayores atrocidades que se han hecho en el Derecho constitucional mundial y que es la causa inmediata de nuestra actual crisis nacional. Y, segundo, sufre parálisis crónica porque nuestros políticos han sido incapaces de reformar nada. En parte por razones psicológicas que no entiendo muy bien y en parte porque los dos procedimientos de reforma son absurdos. El primero, el más sencillo, se ha utilizado dos veces, pero por obligación europea. Sin embargo, el segundo, el agravado, no se podrá utilizar jamás.

P.–Pues con un escenario político cada vez más fragmentado y polarizado, ¿hay solución?

R.–Una solución sería modificar el procedimiento de reforma. Los puristas mantienen que es inevitable que la reforma necesaria pase por el artículo 168, que como digo es un imposible metafísico. Yo defiendo que el artículo 168 se puede reformar, sin suprimirlo, a partir del 167. Los políticos tienen que ser responsables para esto, y ahí no veo a Pablo Iglesias… Tendría que haber un compromiso de toda la clase dirigente para modificar los mecanismos de reforma sin hablar de qué se va a reformar después, sólo para que se pueda cambiar algo alguna vez. En su día se estableció un procedimiento de reforma constitucional tan complejo para proteger la Monarquía. Pero hoy ya vemos que se la pueden cargar sin necesidad del 168.

P.–¿Qué es lo que más urge reformar en la Constitución?

R.–El Título VIII entero. Si no se dice ni cuáles son las Comunidades Autónomas. Y hay que atribuir con claridad las competencias y que ya no se puedan pedir más. Hay que terminar con el cachondeo que ha habido. En su día no se eligió ningún sistema claro porque con el sistema electoral aprobado se dio entrada en el Congreso de los Diputados a los partidos nacionalistas. Sólo tenían que haber ido al Senado.

P.–Pero usted en sus escritos hasta los años 90 subrayaba que el gran error de la Transición fue que no dieran cabida a Xavier Arzalluz, del PNV, en la Ponencia Constitucional…

R.–Con Arzalluz en la Ponencia no hubiera variado mucho el Título VIII pero al menos los nacionalistas vascos hubieran votado a favor de la Constitución en vez de abstenerse. Para atraerles al pacto constitucional, les dieron cosas como los derechos históricos, otro disparate. En cualquier país, cuando se elabora una nueva Carta Magna, se parte de cero, ¿qué es eso de los derechos históricos? Una enmienda inconstitucional en la Constitución.

P.–Sin embargo, usted en la Transición abogaba por el reconocimiento de los hechos diferenciales vasco y catalán..

R.–Yo siempre he mantenido que Cataluña y el País Vasco son dos comunidades especiales que exigen un tratamiento diferenciado. Incluso llegué a proponer la restauración de los Estatutos que ambos habían logrado en la República. Y para el resto de España, como mucho, una descentralización administrativa. Pero eso no lo aceptaron los políticos y acabaron generalizando la descentralización a través de las preautonomías. Se equivocaron. Aquello fue un error político enorme. Tampoco se decantaron, como proponía yo en mi proyecto de Constitución, por el Estado federal, con las mismas competencias para todos, por la presión nacionalista. Y, así, lo que tenemos es un sistema asimétrico –no hay dos comunidades iguales, lo cual es una locura– y absolutamente inviable. El País Vasco y Cataluña, a ver si se lo meten en la cabeza los españoles, no son dos comunidades iguales al resto. Tienen una identidad más acentuada. ¿Cómo vas a comparar trasladarte de Madrid a Barcelona que a Cáceres o Badajoz? Pero eso no se admite, porque éste es un país de envidiosos, y nadie acepta que alguien tenga más competencias que los demás.

P.–Usted puede presumir de ser uno de los primeros que denunció el «hermafroditismo autonómico» ya en 1980. Y la situación no ha dejado de agravarse hasta encontrarnos con el problema catalán…

R.–El problema catalán no se debe especialmente a que los ciudadanos catalanes hayan presionado, a través de sus políticos, para alcanzar la independencia, sino que estamos donde estamos por culpa de los Gobiernos de Madrid que, cuando miraban a Cataluña, cerraban los ojos y encima se ponían una venda. Todo empezó con Pujol, el más inteligente y desvergonzado de los políticos catalanes, imponiendo la inmersión lingüística. Fue recurrida ante un timorato Tribunal Constitucional que la permitió irresponsablemente. No es que avancen irremediablemente los separatistas catalanes, sino que los que retroceden o no hacen nada son los defensores de la unidad española que están en Madrid.

P.–¿Hay solución para lo que usted denomina el naufragio territorial?

R.–Una sería volver a la centralidad. Pero eso es imposible porque se identifica con el franquismo, aunque algunos como Vox lo defiendan. Segunda, dejar que se independicen Cataluña y el País Vasco. Pero para que se hiciera democráticamente haría falta una participación del 60% del censo en un referéndum y que al menos el 75% votara afirmativamente. Únicamente con una mayoría coyuntural no se puede destruir un país como España. Tercera solución, una reforma del Título VIII, creando un Estado federal, pero eso no lo quieren los nacionalistas porque no desean igualarse al resto. ¿Qué queda, entonces? Lo que yo propongo es un proceso constituyente para redactar un nuevo Título VIII que reconozca la identidad diferenciada de Cataluña y el País Vasco y reformar los artículos constitucionales inconstitucionales que hoy tenemos en la Carta Magna para lograr la coherencia de nuestra Norma Suprema.

P.–¿A qué se refiere con esto último?

R.–Un eminente jurista alemán, Otto Bachof, creó la doctrina de las normas constitucionales inconstitucionales que se puede aplicar a la actual situación española. Son normas que se incluyen en la Constitución pero que contradicen los principios, valores o artículos superiores de la misma. Por ejemplo, todo el Título VIII, en mi opinión, es un conjunto de normas constitucionales inconstitucionales, porque contradice el artículo 2 (nacionalidades y regiones), el artículo 9.3 (seguridad jurídica), el artículo 14 (igualdad en general) y el 139 (igualdad en todas las comunidades autónomas). Lo mismo cabe decir del artículo 13.2 que se reformó para que los ciudadanos comunitarios, residentes en España, pudieran votar o ser elegidos en las elecciones locales, y con la nueva redacción convirtieron dos derechos diferentes (artículo 23) en uno solo. Y qué decir del artículo 57.1 que reconoce la prevalencia del varón en el orden sucesorio de la Corona. Lo son también la Disposición adicional primera sobre los derechos históricos o la Disposición transitoria cuarta que permite la anexión de Navarra al País Vasco, cuando la Constitución prohíbe la federación de comunidades autónomas.

P.–Antes ha hecho referencia a los ataques que está recibiendo la Monarquía. ¿Cómo ve en estos momentos la institución?

R.–La Monarquía es hoy la única institución que funciona en España. Juan Carlos I fue un buen Rey. Y hay que destacarlo pese a que en los últimos tiempos hayamos conocido algunos escándalos por los que, no se olvide, pagó, porque abdicó. Es la forma máxima de penalización a un Monarca… En cuanto al Rey actual, con su discurso del 3 de octubre, paralizó de momento el golpe en Cataluña. Después de lo que ocurrió el 1-O y de que saliera Rajoy diciendo que «no ha pasado nada», yo pensé que España iba al desastre, pues los independentistas estaban dispuestos a todo. Pero tras oír a Felipe VI, todo cambió. Le critica Pablo Iglesias porque «no es elegido». ¡Afortunadamente! El Monarca está por encima de los partidos, no tiene ideología. Un jefe de Estado de una República puede ser ejemplar, pero la intervención de los partidos en su elección nunca es tranquilizadora.

P.–Uniendo, por último, aquel pasado de hace más de 40 años y el presente, ¿qué le parece la decisión del Gobierno de exhumar los restos de Franco?

R.– Los españoles que tienen ahora más de 60 años saben perfectamente que Franco quería ser enterrado en la Basílica del Valle de los Caídos y, por tanto, es un fenómeno de megalomanía enfermiza de un dictador que no podemos permitir en una sociedad democrática como la nuestra. Por lo tanto, soy partidario de exhumar los restos de Franco y de José Antonio para convertir ese lugar en un monumento en memoria de los caídos de la Guerra Civil, de un bando y de otro. Por lo demás, la exhumación se debería haber hecho hace años y con cierta discreción. Porque, en definitiva, en el teatro y en la vida democrática necesitamos creer en lo que vemos y no en supercherías.

Catedrático de Derecho constitucional, además de formar a varias generaciones en la UCM, ha dado clases en Harvard o Berkeley. Le apasiona escribir. Ha publicado decenas de libros y firma tribunas de prensa desde los 70 . Preside el Consejo Editorial de EL MUNDO.